La Vanguardia

Cruzar la riera

- Julià Guillamon

Mientras estuvo dormida, los amigos me mandaban mensajes anticipand­o el despertar. Después de pasar unos días en coma, Stevie Wonder empezó a mover la mano como si tocase el piano. La madre de mi amiga Henar se desveló entre jirones de sueño morfinóman­o. Contaba unas cosas tan psicodélic­as que, cuando estuvo recuperada, el hermano de Henar pedía que le dejasen tomar lo mismo que a su madre para ir de fiesta. Una amiga me recomendó que leyera Despertar, de Oliver Sacks. Cris se desveló muy lentamente. Para que recuperase la noción del tiempo empecé a hablarle de la Navidad, del cumpleaños de Pau, de la primavera. Hasta que, ya en el Institut Guttmann, empecé a preguntarl­e si se acordaba de las historias que le explicaba mientras dormía. Se acordaba. El pasado viernes vino nuestro amigo Francesc y le pedí que se lo contase.

Al día siguiente lo anotamos en la agenda del 2017 que utilizamos como diario. Yo le tiraba con preguntas y ella iba dictando: “Le expliqué a Francesc todo lo que Guillamon me decía para que me despertase. Le pareció increíble. Él también estaba, estaban todos para ver si le hacía caso. Sentía que me llamabas y me decías que cruzara la riera, que no me caería, me dabas la mano y me decías en qué piedra tenía que apoyarme para no caerme. Es increíble que lo recuerde todo tan bien. También recuerdo que me cantabas o me silbabas una canción (Guillamon me ha puesto la canción que cantaba y, sí, me ha venido a la cabeza: Fidèle, de Charles Trenet: es importante porque la escuchábam­os antes cuando estábamos juntos, en casa, en Arbúcies, y un verano en Llançà). Me decías: “Cristina, venga, ya no puedes ir para atrás, no puedes continuar siendo una salamandra”. Y tengo la foto de la salamandra en la pared de la habitación para acordarme. Una salamandra nadaba por la riera, nadaba muy bien y yo tenía que ser una salamandra nadadora. Sentía la voz de Guillamon cercana y muy fuerte. Y veía la riera, pero muy lejos. Y pensaba: ¿cómo lo voy a hacer? No sabía por dónde empezar. Tenía que cruzar, hacerte caso. Y al final, un día, di el paso. Tú me dabas la mano y crucé: me acuerdo, sí. En realidad era muy fácil. Sólo tenía que alargar la pierna, dar el paso y ya está. Y me decías: “Muy bien, muy bien, ¡ya está!”. Y me abrazabas. “¡Ya está, Cris, ya lo has hecho, ya está! Abrí los ojos, te veía a ti y veía la riera, y la salamandra no la veía pero me la imaginaba. Veía las manchas de colores de la salamandra. Me gusta recordarlo, me siento muy satisfecha de mí misma y muy contenta y muy agradecida a todos vosotros por insistir tanto. Quería volver a estar con vosotros al otro lado”.

El Sábado de Gloria estábamos solos en la habitación. Saqué fotografía­s de las páginas de la agenda y las mandamos a los amigos, que respondían emocionado­s. En el momento de marcharme, le dije a Cris: “Menudo éxito”. Me respondió: “Sí, Relatos de una comatosa y otras historias”, y se echó a reír. Después, le parecería que el título no era suficiente­mente bueno y lo mejoró: Relatos de una

comatosa y otros cuentos chinos. Bendita ironía.

Despertó muy lentamente: una amiga me recomendó que leyera ‘Despertar’, de Oliver Sacks

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