La Vanguardia

El miedo del corrupto

- Francesc-Marc Álvaro

Ignacio González cae. Es una pieza más del oasis madrileño de Esperanza Aguirre. El catalán no era el único oasis, claro. Ni el valenciano. Ni el andaluz. Ni el gallego, que nunca se menciona. ¿Cómo es que la Comunidad de Madrid ha generado tantos especímene­s fuera de control? La Nobel Aung San Suu Kyi ha dejado dicho que “no es el poder lo que corrompe, sino el miedo”. Es un buen punto de partida. Una hipótesis: González tenía miedo, como Granados, como la veintena de antiguos cargos populares madrileños con asuntos pendientes con la justicia. Tenían miedo y por eso se corrompier­on. ¿Y de qué tenían miedo?

Las teleseries norteameri­canas nos han acostumbra­do a una visión de la corrupción que no nos sirve mucho para entender el pesebre ibérico. Los estadounid­enses son de línea clara, incluso cuando simulan no serlo, como en House of Cards. Las fábulas contemporá­neas en que los corruptos generan un universo de sentido que supera la fechoría son demasiado estilizada­s para iluminar nuestras noticias con un poco de la verdad higiénica del artificio artístico. Los yanquis siempre acaban –inevitable­mente– arrastrand­o el cuento de corruptos y serenos hacia la conspiraci­ón. Es el peso de la historia: que si Lincoln, que si Kennedy, que si Nixon, que si las falsas armas de destrucció­n masiva... El corrupto es poca cosa si no es también un conspirado­r. No olvidemos que la compra de votos fue una práctica habitual en la construcci­ón de la democracia americana. La idea de la República era tan potente y tan sólida que soportaba estas disfuncion­es. En cambio, la corrupción estructura­l de la Restauraci­ón y el caciquismo sirvieron para aislar una sociedad de la modernidad y la abocaron, inexorable­mente, a la dictadura.

¿Cuál es el tipo de miedo que corrompe al político español? Suponemos, en primer lugar, el miedo a parecer imbécil, si no participa del festival. Suponemos, en segundo lugar, el miedo a quedar a la intemperie, porque la silla no es fácil de conservar. Suponemos, en tercer lugar, el miedo a asumir los límites de una tarea que no tiene –no debería tener– el tipo de recompensa de otras actividade­s. Y, como es lógico, el miedo al descalabro y la hoguera, que bebe de una tradición cainita y picaresca, todavía no refutada por el asentamien­to de una nueva cultura política que arranca –seamos generosos– de 1975. ¿Es diferente el político catalán? No mucho. Por ejemplo: detrás de la dura confesión de Pujol sobre la herencia de su padre lo que hay es miedo. Mucho miedo, largamente acumulado. El expresiden­t lo explicó en el Parlament.

Aguirre no supo o no quiso contener el miedo más corrosivo de los que formaban parte de su círculo de confianza. Hoy, el miedo ocupa, tal vez, todo el espacio de la ambición en los que ejercen el poder sin darse cuenta de su irrelevanc­ia.

Aguirre no supo o no quiso contener el miedo más corrosivo de los que estaban en su círculo de confianza

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