La Vanguardia

En casa de Cervantes, que ya es la suya

- Llàtzer Moix

Minutos antes de mediodía entraron en el paraninfo de la Universida­d de Alcalá de Henares dos maceros. Vestían como en los días de Cristobal Colón, con jubón, gorguera y gorro emplumado. Se plantaron al pie de la cátedra plateresca, bajo el artesonado mudéjar, y esperaron, hieráticos, la llegada de los Reyes y de Eduardo Mendoza, que lucía chaqué y chaleco gris perla. Esta sala se abrió en tiempos del cardenal Cisneros y del gramático Nebrija, hace medio milenio, y sobre la pompa de los años pesaba ayer la de la ceremonia de Estado que es la entrega del Cervantes. Este tipo de actos suelen ser protocolar­ios e incluso plomizos. El de ayer fue mucho de lo primero y poco de lo segundo. Lo cual debemos agradecer al influjo del galardonad­o, que ha hecho del humor bandera. Ese humor –que Jardiel asociaba a la planta ligeras de raíces profundas– perló ya las palabras del ministro Méndez Vigo, leído, buen orador y admirador de Mendoza, al que alabó su mirada irónica, paródica y cómica. Luego, tras recibir el premio de manos de Felipe VI, Mendoza subió a la cátedra, se situó bajo la pechina, e inició su lección, que fue personal, naturalist­a, sucinta y perfectame­nte armada. Honrando su fama, hizo sonreír a la escogida audiencia varias veces. Por ejemplo, al definir la vanidad como “una forma de llegar a necio dando un rodeo”. A su vez, el Rey alabó a Mendoza por encarnar “la pervivenci­a de Cervantes”. Y así fue, además de con una petición al autor de que se mantenga activo para “seguir haciéndono­s disfrutar, sonreír y pensar”, como abrochó el acto, celebrado en la ciudad natal de Cervantes, en su casa, que ya es, y con todo merecimien­to, la de Mendoza.

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