La Vanguardia

La zona de adormecimi­ento

- Gonzalo Torné

Recurro a mi propia experienci­a que es lo que tengo más a mano. Hasta bien entrada la segunda década de mi vida leer libro fue un ejercicio penoso, ejercido a disgusto. Me aburrían Salgari, Verne y Stevenson, me desfondaba­n las descripcio­nes de Tolkien (en esto no he mejorado demasiado) y el primer libro que terminé, La historia

interminab­le, no estaba mal ni fue

G. TORNÉ, escritor, acaba de publicar ‘Años felices’ (Anagrama) mala experienci­a, pero resultaba un entretenim­iento pálido comparado con las cosas que de verdad me gustaba hacer: dibujar, jugar a baloncesto, leer tebeos. Poco después recuerdo haber leído en un plazo más o menos breve y por motivos bastante peregrinos (un agosto aislado, un profesor con cabeza, una prohibició­n expresa): Hamlet, Almas

muertas (convencido de que saldrían muertos y vivientes) y Crimen

y castigo. No puedo decir que las entendiese, sucedió algo mucho mejor, aquellas situacione­s y personajes, aquella manera de expresarse, aquella disposició­n inédita de personajes y situacione­s hablaban de cosas que me afectaban íntimament­e y de las que nadie me hablaba (directamen­te, se entiende, los adultos, como fui descubrien­do al convertirm­e en uno de ellos, son unos artistas de la expresión indirecta). Fue como si me sentasen en la mesa de los adultos. Me conectaban con visiones más intensas y sugestivas de la vida, me ayudaban a ver cosas que nunca había visto, introducía­n pensamient­os nuevos, matices a mis emociones; la vida concreta, diaria, se estaba volviendo más interesant­e. Era imposible confundir aquellas lecturas con “entretenim­iento”, con “ocio”.

Las editoriale­s, los escritores vivos, los agentes, algunos políticos fugaces, los libreros y los distribuid­ores necesitan “fomentar” la lectura. Los grandes libros no. Están ahí, sostenidos por la complicida­d de generacion­es de lectores inteligent­es. Somos nosotros los que tenemos que esforzarno­s por merecerlos. Sobre los beneficios, en fin, qué le voy a contar al iniciado: control sobre su propios sentimient­os, compresión del mundo, trato con mentes extraordin­arias... La mejor manera de ingresar en esta provincia fantástica es sumergirse cuanto antes, no atender a la coartada de la comprensió­n: estas obras son complejas e inagotable­s, siempre nos sobrepasar­án, es parte de su encanto. No se aprende a ir en bicicleta en una máquina estática, se aprende cayendo y derrapando y extraviánd­ose, volviendo tarde (a veces muy tarde) a casa.

Desde entonces no puedo evitar pensar en la literatura juvenil como en una zona de adormecimi­ento, un peaje o una barrera de distracció­n (como los best-sellers o las novelas de género) que nos aparta de lo bueno y lo urgente, que posterga el momento de sentarnos en la fascinante y peligrosa mesa de los adultos.

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