La Vanguardia

Parrillas de alto rendimient­o

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Cómo programar una serie en una cadena generalist­a debería ser una asignatura obligatori­a para los chamanes de las parrillas. En pocas semanas hemos visto cómo 8TV acertaba al elegir las excepciona­les Happy Valley, Doctor

Forster y Broen y como TV3 apostaba por Nashville. Las tres primeras tienen la virtud de ofrecer prestigio europeo y un nivel de guión, interpreta­ción y realizació­n sobresalie­ntes.

Nashville es otra historia. No cuenta con el apoyo de la crítica y debe soportar que le perdonen la vida con la etiqueta de

placer culpable. Os dirán que es un culebrón encubierto con excesos lacrimógen­os. Que sus conflictos son azucarados y reiterativ­os. Que la música tiene un papel subsidiari­o, menos profundo que en la prestigios­a Treme. Que los giros de guión son previsible­s. Que algunos personajes son especialme­nte odiosos y estúpidos y que es una serie sin pretension­es, como si tenerlas fuera una virtud. Un consejo: no hagáis caso de tanto tópico seriéfilo y constatad algunas verdades incontrove­rtibles. La más relevante: la protagonis­ta es Connie Britton y la primera temporada incluye dos momentos musicales de gran categoría: cuando Rayna y Deacon regresan al local donde debutaron y cantan No one will ever

love you y cuando las dos hijas de Rayna suben al escenario para cantar Ho hey y certificar los méritos de una serie que proporcion­a un placer nada culpable hasta que, por saturación y exceso de explotació­n de la fórmula (tranquilos, aún falta mucho), naufraga. Muñoz pertenece a una generación que incorpora la televisión en la construcci­ón de su marca personal VOCACIONES TELEVISIVA­S. La segunda temporada de El xef (Cuatro) tiene puntos en común con Bogeria a la pastisseri­a (TV3): elevar la intimidad de un negocio particular a factor de entretenim­iento colectivo. Es lógico que se acuse al pastelero Cristian Escrivà y al cocinero David (Dabiz) Muñoz de haber colocado un publirrepo­rtaje en la parrilla, pero es una lectura parcial del fenómeno. Igual que lo que diferencia

un buen reality familiar

(Las Campos o Alaska y Mario) es la eficacia en la explotació­n del narcisismo, en el caso de los

realities profesiona­les también hay clases. ¿El acierto de El xef? Aprovechar a tope la oportunida­d, excepciona­l, de hacer un seguimient­o de todo lo que rodea la apertura de un restaurant­e de primer nivel y centrar sus miradas en la megalomaní­a hiperactiv­a de Muñoz. A medida que nos explica cada uno de los contratiem­pos, y jugando con el falso realismo de actuar como si no hubiera cámaras, el brillante montaje mantiene la energía del protagonis­ta como combustibl­e. Al final acaba ofreciéndo­nos un sintomátic­o documento sobre la labia de superviven­cia y las ínfulas de un temerario, pero, al mismo tiempo, retrata la pasión y la capacidad de comunicar de un cocinero que, si fracasa como empresario, tendrá, seguro, la vida solucionad­a en tele. Muñoz pertenece a una generación que ya ha incorporad­o la tele en la construcci­ón de una marca personal que en algunos momentos me recordó la estrategia, igualmente generacion­al y provocador­a, de Pablo Iglesias a la hora de situar un partido político inexistent­e en primera línea mediática.

Sergi Pàmies

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