Los cien días del presidente Trump
FRANKLIN D. Roosevelt asumió en 1933 la presidencia de unos Estados Unidos empobrecidos por la Gran Depresión. Su prioridad fue entonces revitalizar la economía creando empleo, impulsando obras infraestructurales y reanimando la industria y la agricultura. Dicho y hecho: en sus primeros cien días aprobó quince leyes en esta línea. Desde entonces, sus sucesores en la Casa Blanca –y en otras muchas sedes gubernamentales– son sometidos a un primer escrutinio al cumplir cien días en el cargo.
Esta convención es admitida por la inmensa mayoría de los mandatarios. También por Donald Trump, que hoy cumple cien días como presidente de Estados Unidos. En octubre, antes de ganar las elecciones, anunció lo que él mismo definió como “Mi plan de acción de 100 días para volver a hacer América grande”. Pero hace poco, según se acercaba esta primera ocasión para fiscalizarle, Trump manifestó: “La barrera [de los 100 días] es artificial”, “es un estándar ridículo”.
Esta incoherencia entre lo dicho por Trump en campaña y lo que opina o hace como presidente ilustra de modo bastante preciso lo que ha sido su periodo inicial en la Casa Blanca. Un periodo definido por el incumplimiento del grueso de sus grandes promesas electorales; por la conducta errática en asuntos de política internacional; por las rencillas en su círculo más próximo de colaboradores (que incluye a su hija y su yerno); por las sospechas sobre relaciones inapropiadas de varios miembros de su candidatura con el embajador de Rusia, y por la abundancia de falsedades y rectificaciones pronunciadas por sus portavoces. Todo ello vehiculado, eso sí, mediante una política de comunicación en la que tiene más peso la imagen que la palabra. A excepción, ciertamente, de las que prodiga en Twitter para asegurar que todo lo que hace es estupendo, y todos sus colaboradores, ideales.
En relación con las promesas incumplidas de Trump cabe señalar, en la escena nacional, que la Cámara de Representantes tumbó en marzo su plan para desmantelar el Obamacare, la reforma sanitaria de su antecesor; que sus decretos para prohibir la entrada de viajeros de siete países de mayoría musulmana fueron bloqueados por un juez federal; que el muro que anunció para blindar la frontera mexicana sigue estando en el aire por falta de fondos... En materia de política internacional, Trump no ha dejado de dar bandazos. Sus loas al presidente ruso Vladímir Putin fueron sucedidas por un bombardeo en Siria que lo incomodó. Anunció una guerra comercial a China y ha firmado acuerdos con el país asiático. Dijo que iba a desmantelar el tratado de Libre Comercio y ahora se desdice. Y así sucesivamente.
Entre las promesas cumplidas destaca, casi en solitario, el nombramiento de un juez conservador para el Tribunal Supremo. También la recién anunciada bajada de impuestos, todavía de gran vaguedad. El capítulo del haber es, pues, pobre, al menos si lo comparamos con lo prometido. Y el Partido Republicano, que siguió receloso la campaña de Trump, no le ha dado su apoyo cerrado e incondicional, ni parece que vaya a hacerlo.
Paradójicamente, a pesar de que Trump ostenta una impopularidad récord, el 96% de los que votaron por él dicen que volverían a hacerlo. En otros países, donde la conducta de Trump produce estupor y desazón, la percepción es distinta, y se resume así: con Trump, EE.UU. ha entrado en una fase regresiva e imprevisible, con los tremendos riesgos añadidos que eso comporta.