Internacionalistas contra populistas
La segunda vuelta de las presidenciales francesas dibuja claramente una de las fronteras más vivas de la política actual: la que separa a los internacionalistas de los nacionalpopulistas, a los cosmopolitas de los xenófobos.
Los internacionalistas defienden la globalización y el multilateralismo. Están a favor de estrechar aún más los lazos entre los miembros de la Unión Europea, de tomar las medidas necesarias para consolidar el euro y de profundizar la liberalización económica. No les importa compartir soberanía con otros países o transferirla a Bruselas. Piensan que los problemas de hoy –terrorismo, cambio climático, lucha contra la pobreza, etcétera– son globales y exigen respuestas globales. No ven la inmigración como una amenaza, sino como una oportunidad para todos: para los países que la acogen, porque necesitan rejuvenecer su fuerza laboral y equilibrar una población envejecida, y para los países de origen, porque recibirán una aportación económica a través de las remesas que los ayudará a crecer y a prosperar.
Los nacionalpopulistas, en cambio, defienden la recuperación de la soberanía y frenar la globalización. Creen que la liberalización económica de las últimas décadas sólo ha beneficiado a los privilegiados y son partidarios de frenarla o revertirla. No quieren más deslocalizaciones. Están en contra del libre comercio. Quieren recuperar el control de las fronteras para poder detener la inmigración. Están convencidos de que todo esto permitiría recuperar puestos de trabajo y, sobre todo, conservar una identidad que a su juicio se está perdiendo a marchas forzadas.
Naturalmente, todas estas ideas admiten muchas variantes y matices, pero en Francia el sistema electoral a doble vuelta las ha reducido a dos. Por un lado, Emmanuel Macron, líder de los cosmopolitas, los internacionalistas. Por otro, Marine Le Pen, líder de los nacionalistas y xenófobos. La diferencia entre ambos es bastante parecida a la que había entre Obama y Trump o entre los británicos partidarios de continuar en la Unión Europea y los defensores de abandonarla. Es una frontera cada vez más nítida, que se va precisando de unas elecciones a otras, en un enfrentamiento global.
Naturalmente, esta frontera no sustituye la vieja diferencia entre derechas e izquierdas. Pero se le superpone, con excepciones y particularidades extrañas, y muestra los puntos de contacto entre los extremos. ¿Qué tienen en común Donald Trump, Podemos, Mélenchon, Marine Le Pen y Nigel Farage, el líder del partido independentista euroescéptico británico? Que se oponen a la globalización. Es cierto que se oponen a ella desde ángulos diferentes, pero confluyen: muchos exvotantes del partido comunista francés, por ejemplo, ahora votan a favor de Marine Le Pen.
Esta línea divisoria tampoco anula la que hay entre los partidos integrados en el sistema y los partidos antisistema, pero la desdibuja. De hecho, en Francia Macron ha hecho un gran esfuerzo para distanciarse del partido socialista creando un movimiento propio –¡En Marcha!–, a fin de poder presentarse como un político que no pertenece al establishment, y los dos partidos tradicionales, los republicanos y los socialistas, han quedado fuera de juego.
Es una línea divisoria, sin embargo, que clarifica mucho la situación actual. La globalización provoca cambios cada vez más difíciles de asimilar. A muchos, la velocidad de las transformaciones los desborda y les hace sentir inseguros, desorientados. Temen perder sus puestos de trabajo y sienten su identidad amenazada por los inmigrantes de culturas lejanas.
El comisario europeo Pierre Moscovici ha dicho, imprudentemente, que esta segunda vuelta de las presidenciales será un referéndum sobre Europa. Yo le pediría por favor que no lo repita, porque los referendos sobre la Unión Europea los carga el diablo. No juguemos con fuego. Los sondeos indican que ganarán los defensores de la globalización y del cosmopolitismo. Esperemos que sea así, porque nos jugamos mucho más que en el Reino Unido y en Estados Unidos: nos jugamos el euro y, tal vez, la propia Unión Europea.
Pero la victoria definitiva del internacionalismo no se producirá hasta que alguien encuentre la fórmula para conciliar el liberalismo económico con la igualdad de oportunidades y la protección de los más desfavorecidos. La clave es corregir los excesos de la globalización sin dar marcha atrás. En la Unión Europea –lo he escrito alguna otra vez– vivimos el 7% de la población mundial, producimos casi el 25% del producto mundial bruto y tenemos prácticamente el 50% de los gastos sociales. Mientras la globalización genere crecimiento y seamos capaces de mantener este nivel de bienestar social, lo más probable es que el internacionalismo vaya salvando los obstáculos. Pero si el crecimiento se detiene y el Estado de bienestar continua erosionándose, todo puede cambiar rápidamente.
Es una frontera cada vez más nítida, que se va precisando de unas elecciones a otras, en un enfrentamiento global