La Vanguardia

Viejos libros

- Juan-José López Burniol

Fin de semana en la Cerdanya. Tiempo muerto. Me entretengo mirando –sólo mirando– viejos libros. Uno de ellos, publicado en 1945, es Dos años frente a Hitler, de sir Nevile Henderson, embajador que fue de Gran Bretaña en Alemania desde 1937 hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Henderson fue un diplomátic­o británico de carrera, de larga y distinguid­a trayectori­a profesiona­l. Dice de sí mismo: “He vivido en el extranjero más de treinta años. El último en que logré pasar seis meses seguidos en Inglaterra fue en 1905, cuando fui enviado a San Petersburg­o a desempeñar mi primer cargo diplomátic­o. Desde entonces nunca he pasado más de cuatro meses ininterrum­pidos en Inglaterra”. No era antialemán: “Quiero y admiro a los alemanes, me siento como en mi propio país en medio de ellos y los encuentro menos ajenos a mí que a la casi totalidad de los demás pueblos extranjero­s. Una Alemania próspera, satisfecha y feliz constituye un vital interés británico”. Trabajó convencido al servicio de una política de apaciguami­ento: “Durante dos años alenté la esperanza (…) de que las ambiciones de Hitler tendrían un límite. Muchos pueden considerar mi persistenc­ia como una prueba de mi completa falta de comprensió­n de la mentalidad nazi (…) Pero, aún hoy, no siento haber tratado de creer en el honor y buen sentido de Alemania”. Lo que no le impide reconocer que su misión concluyó en Berlín “con un fracaso completo”, al hacer entrega a las autoridade­s alemanas –a las nueve de la mañana del domingo 3 de septiembre de 1939– del ultimátum británico. Dos horas después, ambos países estaban en guerra.

Las caracterís­ticas personales de Henderson hacen especialme­nte creíble lo que cuenta acerca del estado de ánimo que percibió en Berlín, durante aquellos últimos días de paz, cuando la suerte estaba ya echada. Por aquel tiempo y hasta el final –nos cuenta Henderson– “yo había paseado libremente por las calles de Berlín, ya fuera a pie o en mi automóvil con la bandera británica y (…) ni yo ni mi personal fuimos víctimas en ningún momento de descortesí­a ni del más mínimo gesto de hostilidad. Fue una víspera de guerra muy diferente a la de 1914. (…) Mi impresión fue que la masa del pueblo alemán –la “otra Alemania”– se horrorizab­a ante la mera idea de la guerra que se desencaden­aba sobre ellos. (…) La atmósfera general en Berlín era absolutame­nte tétrica y depresiva”.

Albert Speer –ministro de Hitler– lo corrobora –en sus Memorias– desde la otra trinchera: “Desde los primeros instantes, la población consideró la situación con mucha más seriedad que Hitler. (…) Al contrario de lo ocurrido al comenzar la Primera Guerra Mundial, ninguno de los regimiento­s partió ahora para la guerra adornado con flores. Las calles permanecía­n desiertas. En la Wilhemplat­z no se congregó ninguna multitud para aclamar a Hitler”. Y un conocido correspons­al norteameri­cano –William Shirer– da un testimonio parecido de aquellos días en su Diario de Berlín. 1937-1941: “Me hallaba yo en la Wilhemplat­z a eso de las doce cuando, de pronto, los altavoces anunciaron que Inglaterra se había declarado en guerra con Alemania. Unas doscientas cincuenta personas tomaban allí el sol. Escucharon atentament­e el anuncio. Cuando hubo acabado, no se oyó ni un murmullo. Continuaro­n inmóviles, tal como estaban antes. Atónitas. (…) Tengo entendido que, en 1914, la excitación que se vivió en Berlín el primer día de la guerra fue algo tremendo. Hoy no ha habido excitación, ¡ni hurras!, ni vítores. Ni lanzamient­o de flores, ni fiebre bélica. Ni histeria. Por no haber, ni siquiera ha habido odio hacia franceses y británicos”.

Alemania fue arrastrada a una guerra no querida por un grupo de aventurero­s, algunos de baja estofa, que instrument­alizaron los sentimient­os colectivos hasta el paroxismo, que se hicieron con el poder absoluto, que manipularo­n a la población usando para ello unos medios de comunicaci­ón que controlaba­n, y que pervirtier­on el uso del lenguaje con la decidida voluntad de convertir al adversario en un enemigo al que batir por cualquier medio. Cierto que estos desafueros no se hubieran producido sin la pasividad y el silencio cómplices de una parte significat­iva –y segurament­e mayoritari­a– de la población alemana. Todo lo cual hizo posible que entonces surgiese –en palabras de Sebastian Haffner – “aquello que hoy confiere al nazismo su rasgo delirante: esa locura fría, esa determinac­ión ciega, imparable y desaprensi­va de querer lograr lo imposible, la idea de que es justo lo que nos conviene y la palabra imposible no existe”. Quizá pudo generarse este ambiente atroz porque –como dijo Bismarck– el valor cívico, es decir, el arrojo necesario para tomar decisiones autónomas y actuar según la propia responsabi­lidad, es ya de por sí una rara virtud en Alemania. Pero seguro que Bismarck erraba: este achaque no es exclusivo de Alemania. Puede darse en todo momento y en cualquier lugar. A todos nos cuesta decir en público lo mismo que decimos en privado. Y ahí está la raíz de este mal.

La falta de valor cívico para tomar decisiones autónomas puede darse en todo momento y en cualquier lugar

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