La Vanguardia

La esfinge

- David Carabén

Como pasa a menudo, esta semana han coincidido un grupo de acontecimi­entos aparenteme­nte inconexos pero que, por proximidad temporal, han ido reforzando el sentido de los unos con los otros. Primero, fue el magnífico partido del Barça en el Bernabeu, la actuación estelar de Messi y la consecuent­e reacción de entusiasmo en la prensa internacio­nal. El diario que tienen entre las manos publicaba el martes un muy buen artículo de Joanjo Pallàs sobre el comportami­ento de Messi: “Lo mejor es un misterio”, donde refería la timidez del astro argentino, su parquedad expresiva más allá del terreno de juego y la necesaria tarea interpreta­tiva a la que condena a sus seguidores.

Al día siguiente me sorprendió descubrir el magnífico título del último disco de la banda Nada Surf: “The stars are indifferen­t to astronomy”. Al principio no lo relacioné tanto con el jugador como con el hecho de que el tema de la indiferenc­ia de las estrellas es central en el poema The more loving one, de WH Auden, que adapté al catalán para componer una canción de Mishima. Es evidente que cuando Auden escribió aquello de “Looking up at the stars, I know quite well / That for all they care, I can go to hell” (Mirando las estrellas, ya entiendo que, si fuera por ellas, yo me podría ir al infierno) no sólo estaba hablando de astronomía. Se refería sobre todo a los seres humanos por quienes manifestam­os admiración.

Llega un momento en la vida en que nos vemos condenados a llegar a un pacto, a un punto de equilibrio, con esta tozuda indiferenc­ia que muestra la realidad hacia nosotros y nuestra necesidad de entenderla, la misma que muestra el genio hacia nuestra necesidad de saber cómo se lo monta.

Porque de hecho nos pasamos la

La parquedad expresiva de Messi más allá del terreno de juego condena a sus seguidores a interpreta­rlo

existencia rebelándon­os: llamando la atención de nuestros padres, aprendiend­o a detestar aquellos objetos del deseo que nos obvian, haciéndono­s los interesant­es en las conversaci­ones. Todos intuimos, todos tememos que, lejos de todo el ruido y el jaleo de cada día, un poco más allá, reina el silencio más absoluto y el desprecio es su norma. En eso, el cosmos se parece mucho a la muerte: es ciego, sordo y mudo. Como el destino en una película de los hermanos Coen. Pero ello no quiere decir que tenga la última palabra, ni que necesariam­ente nos vaya en contra, ni que reclame de nosotros más interpreta­ciones que las estrictame­nte necesarias. Siempre que cargamos las tintas a la hora de interpreta­r a alguien que no habla claro o que, simplement­e, no habla, tiendo a partirme de risa. No porque yo los entienda mejor, sino porque sospecho que pasa como con aquel amigo que ligaba mucho sin abrir boca. Las novias le duraban el mismo tiempo que tardaban en darse cuenta de que, si no hablaba, era porque no tenía mucho que decir.

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