Conceptos ambivalentes
Francesc-Marc Álvaro analiza la situación política: “Le Pen y Macron hablan de nación pero no quieren decir lo mismo. Usan la misma palabra pero se trata de ideas absolutamente distintas, de conceptos antagónicos. Lo mismo ocurre cuando se refieren a palabras tan especiales como libertad, igualdad y fraternidad. Habría que ser tan cínico como Mélenchon y sus seguidores partidarios de la abstención o el voto en blanco para no subrayar esta evidencia tan inquietante”.
El jefe de campaña de Marine Le Pen, David Rachline, aseguró que el plagio de un fragmento largo de un discurso de François Fillon había sido un guiño de la candidata del Frente Nacional a los votantes de la derecha tradicional. ¿Fue realmente así o se trató de un error? No creo que el equipo de la líder ultraderechista cometa meteduras de pata de este nivel cuando es sabido que todas sus puestas en escena están preparadas hasta el último detalle. Me inclino a pensar que, efectivamente, se trata de un gesto más para atraer a los electores que en la primera vuelta no se atrevieron a coger la papeleta de la mujer que ha conseguido maquillar –algunos lo llaman “normalizar”– su programa.
Unas palabras idénticas en boca de dos políticos que son rivales –lo eran, puesto que Fillon ha caído– da que pensar sobre la dosis de verdad que están dispuestos a soportar los ciudadanos de una democracia. ¿Quién es el impostor, Fillon o Le Pen? ¿No son las palabras de un proyecto político algo esencial para la credibilidad del mismo? ¿Hasta qué punto esta pequeña treta de campaña nos muestra lo poco que vale –en realidad– el discurso en la pugna electoral? El fragmento que da lugar a esta pequeña polémica es obra del ensayista Paul-Marie Coûteaux, que trabajó como redactor de discursos para Fillon. Quizás sólo una cosa podamos aventurar al respecto: que alguien como Le Pen haya saqueado el discurso pensado para el candidato de Los Republicanos nos alerta sobre la proximidad entre los que defienden –en teoría– los valores instaurados a partir de 1945 y los que quieren cambiarlos –subvertirlos– desde el poder.
Le Pen, como todos los populistas que aspiran a llegar a meta, atribuye a las palabras un efecto que los políticos con responsabilidad de gobierno acostumbran a relativizar o enfriar. Es cierto que el FN tiene un puñado de alcaldes y concejales, pero carece de ese tipo de mirada que sólo proporciona la experiencia al frente de un gobierno. Para resumir, podríamos llamarlo imperativo de complejidad, algo que –por ejemplo– ha descubierto de golpe Donald Trump, al sentarse en el despacho oval y tener que decidir sobre muchos asuntos cuya naturaleza no permiten ni la simplificación ni la reducción a un eslogan de impacto, que es lo que da energía a todos los populistas.
¿Por qué atraen tanto los discursos de Trump y de Le Pen? Tal vez debamos hacer la pregunta de otra manera: ¿por qué disgustan tanto las palabras de los políticos convencionales? En primer lugar, porque las podemos comparar con los hechos, puesto que los partidos del sistema gobiernan o han gobernado. Y, en segundo lugar, porque a menudo no dicen nada, son huecas. En este sentido, me parece ejemplar la oratoria de Susana Díaz, presidenta autonómica andaluza y aspirante a liderar el PSOE; hasta la fecha, no he conseguido escuchar ni leer discurso alguno de esta relevante socialista que tenga sustancia más allá de los lugares comunes, el barniz tecnocrático, la prosa oficial y las pinceladas para fabricar –acaso– algún titular. El caso de Díaz no es el único en las Españas, pero su omnipresencia nos regala la oportunidad de observar la sintaxis de la nada, el grado 0 del discurso político, algo a lo que parece nos estamos acostumbrando.
Alcemos el vuelo. El 15 de octubre de 1989, Václav Havel recibió el premio de la Paz que otorgan los libreros alemanes. No lo pudo recoger en persona porque el régimen totalitario que todavía imperaba en Checoslovaquia le prohibió viajar a Frankfurt. Su discurso fue leído por el actor Maximilian Schell. El disidente que más tarde se convirtió en presidente de su país lanzó una advertencia que cobra nuevo sentido en la Francia y la Europa de hoy: “La misma palabra un día puede irradiar una gran esperanza y al día siguiente emitir rayos mortales. La misma palabra puede ser ora verídica, ora falaz, ora deslumbrante, ora decepcionante, puede abrir perspectivas fabulosas y acto seguido colocar en el suelo las vías que conducen a archipiélagos enteros de campos de concentración. La misma palabra puede ser un día la piedra que fundamenta la paz y al día siguiente cada una de sus letras puede resonar con el ruido de las ametralladoras”. Havel procedía de un mundo donde las palabras habían sido corrompidas por un poder despótico, sobre todo las grandes palabras. Hoy en Francia, mañana no sabemos dónde, alguien intenta hacer lo mismo.
Le Pen y Macron hablan de “nación” pero no quieren decir lo mismo. Usan la misma palabra pero se trata de ideas absolutamente distintas, de conceptos antagónicos. Lo mismo ocurre cuando se refieren a palabras tan especiales como libertad, igualdad y fraternidad. Habría que ser tan cínico como Mélenchon y sus seguidores partidarios de la abstención o el voto en blanco para no subrayar esta evidencia tan inquietante. Sólo los tontos pueden confiar la supuesta reconstrucción de la izquierda francesa al triunfo de Le Pen, una actitud que –por cierto– conecta directamente con aquellos que nunca condenaron el régimen que metió a Havel en la cárcel.
La oratoria de Susana Díaz nos regala la oportunidad de observar la sintaxis de la nada, el grado 0 del discurso político