La guerra en el zoo
La querida elefanta Júlia moría en plena juventud a mediados de agosto de 1938. Pese a las circunstancias bélicas, fue noticia. Y mereció que la prensa no sólo la publicara, sino que la comentara y evidenciara el sentimiento. La persistente carencia de alimento había provocado en la elefanta tristeza, su trompa ya no jugaba con las ramas y, pese a una flaqueza que alarmaba, sus patas ni siquiera podían mantenerla en pie.
Era un reflejo de la situación dramática que el zoo de Barcelona padecía desde hacía tiempo. No se trataba de una sorpresa, sino de una consecuencia lógica y previsible al resultar patente que el combate fratricida iba para largo.
La falta de alimentos fue el mayor padecimiento que sufrió la ciudad; no sólo fue crónico, sino que fatalmente se agravaba a medida que se alargaba el conflicto.
Si aquel panorama infernal mortificaba a los ciudadanos, no había que ser muy perspicaz para sospechar lo que había de acaecer en el recinto zoológico, sin necesidad de requerir una comprobación visual. Aunque cueste deducirlo, permanecía abierto y era visitado con normalidad, pese a la caída drástica del número de entradas vendidas.
El personal del recinto se las había ingeniado para compensar la falta de ciertos alimentos, que eran substituidos por otros más asequibles, siempre y cuando no fueran rechazados por los animales. También se las había ingeniado para mantener el proveimiento, que venía del exterior. Hasta que sucedió lo previsible: en ciertos controles que mantenían las patrullas sindicalistas, sufrían requisas considerables. Llegó hasta tal punto, que el camión procedente del campo había llegado vacío al parque. El 11 de febrero del 38 se ordenó la suspensión de este suministro.
Una jirafa que estaba en gestación recibía una alimentación improvisada a base de un caldo de harina de cebada obtenido mediante diez litros de leche; hasta que no hubo más remedio que reducirlo a cinco. Fracasó la prueba del cambio de régimen, y murió.
Los bombardeos aéreos sistemáticos hicieron insostenible la situación, al provocar muertes directas a causa de la metralla y las bombas. Las instalaciones recibieron daños considerables, lo que generaba además problemas obvios de seguridad.
Un proyectil destruyó la caseta y la puerta de entrada, y obligó a cerrar el recinto al no poder cobrar la entrada.
Por si fuera poco, los empleados protestaron a causa de la indefensión por la falta de refugio donde protegerse de los ataques aéreos.
El traslado no constituía una novedad, pues años antes se había planteado la posibilidad de situar el zoo en el Park Güell y luego en Montjuïc. No fue de extrañar que en plena guerra se hubiera pensado en Francia como destino, pero todo siguió igual, y también la muerte constante de un mayor número de animales.