Bienvenido Joan Maragall a Madrid
El pasado 28 de abril el pleno del Ayuntamiento de Madrid, a propuesta de un comisionado creado por las diferentes formaciones políticas que lo integran, acordó cambiar los nombres de 52 calles del callejero de la ciudad, relacionados con el levantamiento de 1936 contra la República y con la represión franquista, y en aplicación de la ley conocida popularmente como “de la Memoria Histórica”.
El último de esos nombres, apenas unos días antes de ese pleno, fue el de la calle Capitán Haya, que pasará a ser calle Poeta Joan Maragall. Que había que cambiar el de Capitán Haya (o el de Millán Astray, contra la opinión en este último caso del Partido Popular y de algunos colectivos de legionarios) no ofrece duda. ¿Pero qué tiene que ver el poeta Joan Maragall con la ciudad de Madrid, él, que murió en 1911, sin conocer, por tanto, ni la Guerra Civil ni, claro, el franquismo? Aquí entra de lleno el hablar del trabajo de ese comisionado, presidido por la abogada Francisca Sauquillo, secretariado por Txema Urquijo e integrado por los historiadores Octavio Ruiz-Manjón y José Álvarez Junco, la arquitecta Teresa Arenillas, la filósofa Amelia Valcárcel, el cura Santos Urías y yo mismo. De este grupo sólo puede uno decir tres cosas: que, hayamos o no acertado, se lo tomó muy en serio; que nuestras decisiones, en un ambiente de respeto y amistad (y casi ninguno nos conocíamos personalmente de antes), han sido unánimes en más del 90% de los casos, y que pese a nuestras deliberaciones a veces vivas y empeñadas, jamás hemos olvidado aquello que decía Giner de los Ríos: “Todo lo sabemos entre todos”. Quiero decir que nos ha movido el propósito de cumplir la ley y hacer algo que sirviera a todo el mundo. Sí, hemos desmilitarizado en parte el callejero (a sabiendas incluso de que hubo militares, Vicente Rojo, por ejemplo, que merecen una calle y aún más, como defensores de la legalidad republicana). Para sustituirlos hemos buscado modelos de excelencia en todo tiempo y lugar, para unir y no para separar, descomunales más que comunes y de todos, para todos y entre todos. Joan Maragall, por ejemplo. Así puede verse aún en su admirable epistolario con Unamuno. Un catalán, un vasco, dos españoles. “La voz de Maragall es simplemente hermosa”, nos dice en Milagro español el pintor y exiliado Ramón Gaya, que también contará a partir de ahora con un rincón en el callejero madrileño; y añade: su voz inspiradísima “no tiene esa ambición de obra que precipita a los artistas en el infierno de la creación torturada, desesperada, sino que, de una manera armoniosa, con un ritmo de conversación, va entregándonos el mar, las nubes, los pinos, los montes. Enamorado cuerdo de todas estas cosas vivas, no quiere alterarlas y pone un gran cuidado en no quitarles hermosura y, sobre todo, en no ponerles hermosura”. Ese fue el poeta Maragall, primer traductor de Nietzsche en España (en catalán), alguien que como el filósofo alemán puso el acento en la vida, más que en la historia, y en la realidad, más que en los mitos. Y esta lección vale lo que todas las guerras y para todas las ciudades. Lástima que los españoles de 1936 no lo tuvieran más presente. Lástima sería que los de 2017 tampoco. Bienvenido, pues, el poeta Joan Maragall al callejero de Madrid.