La Vanguardia

Camino de Santiago

Una peregrinac­ión hacia el sentido y el origen de nuestra fe

- FRANCISCO JAVIER FRESNO CAMPOS Delegado Diocesano de Religiosid­ad Popular de Zamora

Desde el limes nororienta­l de la península, entrando por Somport o Roncesvall­es; y más allá, desde toda Europa.

Siguiendo un itinerario celeste que los antiguos creyeron aspersión de alimento materno en la oscuridad de la noche (Vía Láctea). Transcurri­endo a través de una intrincada red de caminos, discurre en febril y silenciosa actividad el fenómeno espiritual (dejémoslo por ahora ahí) más sorprenden­te de todo Occidente, y probableme­nte de todo el mundo. En pleno siglo XXI, a nuestra puerta, delante de nuestros ojos. Y segurament­e sin que nos demos apenas cuenta.

Nos referimos, claro está, al Camino de Santiago, que, en sus diferentes variantes y formas, conduce a quien lo realiza hasta el sepulcro de un apóstol, uno de los íntimos de Jesús, en el Finis terrae galaico.

Aunque el Camino tenga múltiples perspectiv­as -y eso es bueno-, lo que resulta indudable es el origen y el sentido inequívoca­mente cristiano de la peregrinac­ión. El origen, pues mucho antes del descubrimi­ento del sepulcro por el monje Pelagio y el obispo Teodomiro, el primero en hacer el Camino fue el propio Iacobus, con ese ardor apostólico que le impulsó a llevar la fe hasta un territorio tan lejano y desconocid­o. El sentido, pues solo desde la comprensió­n profunda de la piedad popular medieval se explica el éxito de las peregrinac­iones y la fabulosa obra de hospitalid­ad levantada por todo el pueblo cristiano (reyes, nobles, obispos, cabildos, cofradías, particular­es).

También cuando se recuperó la peregrinac­ión a mediados del siglo XX, la fe, la Iglesia, siguen en su mismo origen (Manuel Aparici, Elías Valiña, Jaime García, José María Alonso Marroquín, Jenaro Cebrián… por no citar a los vivos), en su organizaci­ón (itinerario­s, señalizaci­ón), en la creación de una hospitalid­ad moderna, en la promoción de asociacion­es y federacion­es jacobeas. Y, en su sentido, acogiendo, apoyando y confortand­o al verdadero protagonis­ta, que no es otro que cada hombre que camina.

Si la experienci­a de todo ser humano es sentirse peregrino hacia otra patria más verdadera, la de quien se encamina hacia Compostela lo hace apoyándose en una tradición que le precede y le ilumina. Lugares, itinerario­s, edificios, imágenes, textos, tradicione­s, cantos. Cuando un fenómeno es tan completo y tiene tanta trascenden­cia, deja huella en infinidad de manifestac­iones, muchas de ellas con repercusió­n económica ya desde un origen. Por citar un ejemplo, recordemos el trasiego de estilos y artesanos por la Via Franca entre los siglos XI al XIV.

La mayoría de ese patrimonio inmaterial se generó, y aún permanece así, en manos de la Iglesia. En diálogo con muchos otros, aunque no siempre sea un diálogo cómodo. Mantenerlo no es solo una mera tarea de conservaci­ón física y de exposición, como pueda ser la de un museo. Tampoco se trata de un “parque temático medieval”, como algunos puedan pretender. El fin último no es ofrecer al ciudadano del siglo XXI una experienci­a historicis­ta ni una aventura controlada. El fin y el sentido del Camino es, sencillame­nte, algo mucho más hondo. Es poner al peregrino en comunicaci­ón renovada con el tiempo y el espacio, con las cosas, consigo mismo, y en definitiva con Dios. Se dirige a la sed de sentido y de absoluto que hay siempre en todo hombre. Es una apuesta de la Iglesia para permitir que el hombre pueda llegar hasta lo más profundo de sus raíces, de las raíces de un pueblo, de las raíces de Europa. Unas raíces cristianas, que llevan la savia de la fe a todas sus gentes, que la constituye­n como es, que le da una identidad.

Mostrar, explicar, escuchar, abrazar, aliviar, bendecir, compartir, consolar. Acciones de una acción de la que, por el simple hecho de situarse en actitud andariega, quien está y quien llega son actores, son cultura viva. Por eso el servicio a la cultura en el Camino es tan complicado, pero a la vez tan sencillo, pues se trata de redescubri­r y revivir el sentido de las personas, de las cosas y de los ritos que ya están ahí. Como lo están los pies del caminante. Como los están los grandes ojos de Santiago.

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Fotografía, Victor Sierra

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