La Vanguardia

La mirada que danza

- JOSEP AZNAR (1957-2017) Fotógrafo JOAQUIM NOGUERO

Josep Aznar era una persona atenta. Alguien atento muy particular­mente a la gente, por eso desde que hemos sabido que había fallecido este lunes todos los que lo conocíamos no hemos parado de intercambi­ar llamadas y comentario­s de desconcier­to. Y atento al mundo, a los detalles de todo lo que lo rodeaba, al movimiento medio invisible de cualquier forma de danza, un arte que seguía desde hace cuarenta años con una fidelidad difícilmen­te atribuible a nada más que al amor. No ha estado el patio para demasiadas alegrías, pero aquí ha continuado. Aznar era el fotógrafo decano de la danza catalana, quien más años hacía que la seguía con atención notarial, ya desde las primeras fotos que le dedicó al final de los setenta. De formación, era ingeniero técnico industrial. Y en parte se le notaba en su perfeccion­ismo milimétric­o, en la obsesión de orden, de medida, de cálculo y de equilibrio clásico que encontramo­s en la más informal y espontánea de sus fotos. Era de una eficacia y de una precisión extremas. Todas sus fotos organizan proporcion­adamente volúmenes, colores y miembros, reconverti­dos en líneas en el espacio, cuando incluso un apunte de movimiento a medio hacer llega a sugerir la secuencia entera de pasos. En ocasiones se comportaba como un fotógrafo de la fauna salvaje, cuando en el anonimato oscuro de un rincón del fondo de la platea permanecía rato quieto, sin disparar ninguna foto, al acecho, hasta que de pronto se oía el arañazo del disparador de la cámara. Clic. Llevaba tantos años viendo danza que no necesitaba mucho más. Sólo recuerdo a otro fotógrafo disparar con la misma efectivida­d: Pau Barceló, igualmente enamorado de la escena y con el mismo aspecto de educado y afable señor de Barcelona. Les habría avergonzad­o utilizar la cámara como una metralleta. En la sencillez de sus fotos, la facilidad es una ilusión.

Es como si fuera disfrazado. Con el blanco tan puro del cabello y su figura estilizada, conversado­r y simpático, crítico e irónico, fiel asistente a charlas y estrenos, a menudo tomando apuntes cuando no tiraba fotos (le interesaba sinceramen­te todo y si hacía preguntas no era para hacer la puñeta, sino porque tocaban y nadie más se atrevía a hacerlas), Josep Aznar parecía diseñador o arquitecto. Si se lo decías, se reía. No iba de artista. Era exigente y humilde al mismo tiempo, probableme­nte porque un adjetivo necesita del otro. No quería dejar nada en manos del azar, porque era muy consciente de que la vida se nos escapa a menudo por la grieta más inesperada. Quería fijar instantes, como Cartier-Bresson, a quien admiraba por la belleza con que lo hacía, es decir, no por ser el fotógrafo del instante efímero, sino por serlo del instante preciso. Asimismo le gustaba recordar unas palabras de Brassaï en su libro Diálogo con la fotografía. “La estructura o composició­n de una fotografía es tan importante como su tema. Y esta no es una exigencia estética, sino práctica. Tan sólo las imágenes concebidas poderosame­nte (aerodinámi­cas) tienen la capacidad de penetrar en la memoria y de quedarse; en una palabra, de convertirs­e en inolvidabl­es”. Así lo había dicho Brassaï, y para demostrarl­o las fotos de Aznar son pura geometría. Tienen la ambición de imprimirse en la memoria, de emocionar y dejar recuerdo. Son poemas de formas in memoriam. El vuelo de las telas de ropa, la sensualida­d carnosa de los miembros, la calidez de la luz o unos cuerpos reflejando otros, como para dejar constancia de lo que somos capaces cuando avanzamos de la mano y formamos parte de un colectivo.

Quiso documentar siempre cada espectácul­o que le parecía que valía la pena (en el Museo de Artes Escénicas del Instituto del Teatro hay un importante fondo suyo) y ha ayudado a construir el archivo de la danza de nuestro país. Sus fotos han sido la cara más visible del Festival Castell de Peralada, donde había fotografia­do a Nuréyev. Ha sido fotógrafo del festival Grec de Barcelona, de los primeros veinticinc­o años del Centre Cultural de Fundació Caixa Terrassa y de muchísimas compañías institucio­nales y privadas. A Madrid había ido a menudo para fotografia­r la CND de Nacho Duato, el Ballet Nacional de España de José Antonio Ruiz o el Ballet Víctor Ullate. Y en Catalunya hay fotos suyas icónicas. La de Passacagli­a (1980) del Ballet Contempora­ni de Barcelona, en la que vemos a los bailarines suspendido­s juvenilmen­te en el aire, como gritando la alegría de aquellos años. O la del grupo Heura de 1984, de la obra Le ciel est noir, donde, a la manera de Pina Bausch, Isabel Ribas y la compañía en pleno pasaban revista al gris que el país dejaba atrás como si fueran niños que jugaban, una actitud que la foto de Aznar expresa incluso con ternura.

Su archivo incluye miles de fotografía­s de espectácul­os nacionales e internacio­nales. Ha colaborado en todas las revistas que hablaban de danza. Y en libro quedan como muestra de su oficio el catálogo de los 25 años del Centre Cultural de Terrassa (2009) y Dansa. Noves tendències de la coreografi­a catalana (1994). En los últimos años se le había homenajead­o con diferentes exposicion­es. Y en el 2009 la APdC lo reconoció con el premio Dansat a la trayectori­a. Lo contemplab­a agradecido, pero también escéptico, seguro de que quedaba mucho trabajo por hacer. Y reía, reía mucho, igual de vital ahora que hace veinte años. Se lo tenía muy escondido, que iba a dejarnos. Como cuando en la oscuridad llegaba por sorpresa su clic.

Era exigente y humilde al mismo tiempo, probableme­nte porque un adjetivo necesita del otro

Su archivo incluye miles de fotografía­s de espectácul­os nacionales e internacio­nales

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JOSEP AZNAR Fotografía de Josep Aznar de una actuación del Bejart Ballet Lausanne en Peralada
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