La Vanguardia

Xavier Corberó

- Julià Guillamon

En una época, Joan Perucho se retrataba en el recibidor de su casa, delante de un mundo (uno de aquellos baúles de novia de las bisabuelas), un cuadro de Antonio Saura y una caja misteriosa en la que, detrás de un cristal, se veía un esqueleto de plástico. Un día, cuando escribía su biografía, encontré la caja negra con el esqueleto, del tamaño de una Barbie, en la casa que el escritor tenía en Albinyana. “Es una pieza de Xavier Corberó”, me dijo la hija de Perucho, Sofia. De Corberó, se conocen, sobretodo, grandes esculturas de piedra (como la de la avenida Josep Tarradella­s de Barcelona, de mármol blanco y basalto de Castellfol­lit de la Roca). Quise saber qué quería decir la caja de Perucho y llamé a Corberó, que me invitó a visitarle en Esplugues de Llobregat: un pueblecito medieval enclavado entre el suburbio y las barriadas pijas.

Corberó se había construido un caserón fabuloso. Sólo entrar, en el vestíbulo, tenía aparcado un Rolls Royce coupé azul metalizado, de los años setenta o ochenta, con matrícula de Nueva York. Entorno a un patio de luces, habitacion­es y más habitacion­es, decoradas con mucho gusto, con objetos de colección y piezas del propio Corberó, que quería montar una fundación que al mismo tiempo fuese un hotel. Corberó iba abriendo puertas de espejo y detrás de un cuarto aparecía otro. Pensé que, con tantas puertas secretas, tantos rinconcito­s y tantos cojines por el suelo era un lugar perfecto para montar orgías. Físicament­e, Corberó era lo que Sagarra padre llamaba un gitano esmoladet. Temperamen­talmente era un seductor acabado. Nos sentamos junto a una piscina a tomar el fresco y me dijo que estaba muy contento de recibirme, que era como si le enseñara la casa a su amigo Perucho. Me caía la baba a chorro.

Aunque la casa era inmensa, nos encerramos a comer en la cocina. ¿Qué son esos azulejos? –pregunté–. Me dijo que cuando se instaló en Esplugues, muy cerca de la casa había una tejería. Pidió que le vendieran unos azulejos sobrantes que tenían por allí tirados. Eran pruebas de color de hace más de cien años, con pinceladas de diferentes tonos, como cartas de Pantone doradas al fuego de leña. Una, preciosa, decía “Groc bonic”. Otra, “Verd Gaudí”: parecía una prueba de los azulejos de la Casa Vicens. Corberó había decorado con ellos una especie de capilla. Y allí almorzaba con su compañera Midu Rica y con los amigos que le visitaban. Tenía un loro y me explicó que había intentado enseñarle a hacer como el loro de Josep Pijoan, el gran especialis­ta en arte catalán que en 1921 huyó a Nueva York. Cada vez que alguien decía “Catalunya”, el lloro replicaba “Cataquè?” No lo consiguió, pero se divertía como un enano explicándo­lo. También me contó que el esqueleto era una gamberrada: una burla de uno de los Himnos

para niños (1763) del escritor metodista Charles Wesley: “Dulce Jesús, benévolo y humilde, mira a un niño pequeño”. Por eso el esqueleto sostiene en brazos otro esqueleto, de un bebé. A causa de esta obra lo expulsaron del Festival de Edimburgo, que era muy protestant­e y muy remilgado. Bravo, Corberó.

Como el loro de Josep Pijoan cada vez que alguien decía “Catalunya”, el loro tenía que replicar “Cataquè?”

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