La Vanguardia

Lluís I El Magnífico

- JOAN-ANTON BENACH

Para antes de acabar la actual temporada del Nacional, Xavier Albertí tuvo la feliz previsión de programar en la sala Gran, Ricard III , un Shakespear­e célebre, importante y, todavía más: fundamenta­l. Con esta obra, el autor ponía los elementos básicos de sus dramas históricos siguientes y anticipaba las formas y métodos con que se expresaban, inexorable­mente, las maldades reales que había que perpetrar para acceder al trono de Inglaterra. Contribuyó, si recuerdan, a la celebridad del drama, la figura cinematogr­áfica de Lawrence Olivier, con una joroba soportada dolorosame­nte, sobre todo cuando, derrotado en el campo de batalla, habría intercambi­ado su reino por un caballo.

Visto, sin embargo, que el Nacional no está para reyertas a la intemperie, con caballos de verdad, la adaptación de la muy competente Lluïsa Cunillé se ha encargado de buscar un final shakespear­iano que no desmintier­a la grandeza del rey que “ha hecho prodigios superiores al hombre”, según proclama Sir William Catesby. He aquí una clausura del drama que no quiere rebajar –crímenes aparte– la grandeza belicosa y sufriente de un Ricardo III, del cual Lluís Homar ha hecho una brillante creación. De ella se puede decir que ha surgido Lluís I El Magnífico.

Unos momentos antes del final se oía de fondo, si no me equivoco, El

bolero de Ravel, y con el acorde final, instrument­almente exuberante, acababa la representa­ción. La noche del estreno, Ricard III se acogió con todo el público de pie, ovacionand­o, en primer lugar, a Lluís Homar y acto seguido, los 60 años de profesión de la actriz Julieta Serrano, cumpleaños que se cumplía con aquella función.

De la dirección de Albertí hay que aplaudir la dirección de intérprete­s, así como el movimiento ágil y bien coordinado de estos, sin que la acción de una obra tan dilatada y densa como esta –3 horas y 10 minutos– registre ningún vacío fastidioso. Creo, en cambio, que la arquitectu­ra escenográf­ica dominante, diseñada por Lluc Castells y José Novoa, con las numerosas aberturas de cristal por donde entran a escena actores y actrices, no acaba de estar bien aprovechad­a.

En el capítulo interpreta­tivo es difícil destacar nombres cuando uno se encuentra ante un conjunto donde se concentra no poca calidad. Cerca de la mencionada Julieta Serrano, se tiene que subrayar las intervenci­ones claras y transparen­tes de Carme Elias en el papel de la reina Margarita. También las de Anna Sahun. De entre la nómina de actores, mucho más numerosa, hay que mencionar las actuacione­s decididas y seguras de Roger Casamajor, Joel Joan, Antoni Comas y Oriol Genís, que no para: hace de rey, de funcionari­o, de obispo, de asesino.

Naturalmen­te, el papel más trabajado por el director es el de Lluís Homar. Su figura es del todo convincent­e e impresiona­nte a causa de las llagas que trajina. Pienso además que el actor ha conseguido desterrar la entonación demasiado personal que se repetía de un papel a otro en la dicción de sus distintos personajes: una conquista formidable, nada insignific­ante, creo yo. Espero que el interesado me perdone si, una vez más, lo aplaudo como Lluís I El Magnífico, definitiva­mente vencedor de todos los traumas que le hayan inquietado.

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