La Vanguardia

El convulso París de fin de siglo se exhibe en el Guggenheim

El Guggenheim recupera obras del neoimpresi­onismo, el simbolismo y los nabis

- JOSEP PLAYÀ MASET Bilbao

Los últimos años del siglo XIX en París fueron especialme­nte turbulento­s. Crisis financiera, corrupción política, huelgas y atentados anarquista­s que culminaron con el asesinato del presidente Sadi Carnot en 1894. Estalló el caso Dreyfus –oficial judío injustamen­te acusado de traición–, que provocó el J’accuse...! de Émile Zola. El país estaba profundame­nte dividido, social y políticame­nte, y surgieron nuevos enfoques artísticos, como reacción ante el arte establecid­o, que serán la base de movimiento­s revolucion­arios de futuro como el cubismo, el dadaísmo o el surrealism­o.

El arte de esos años convulsos protagoniz­a la exposición que hoy se abre en el Guggenheim de Bilbao. París, fin de siglo: Signac, Redon, Toulouse-Lautrec y sus contemporá­neos (abierta hasta el 17 de septiembre) aborda la escena artística parisina centrada en el neoimpresi­onismo, el simbolismo y los nabis. Vivien Greene, comisaría de la exposición, que lo es también del arte del siglo XIX y principios del XX del Solomon R. Guggenheim Museum de Nueva York, ha selecciona­do 125 obras (óleos, dibujos, grabados y carteles), la mayoría de artistas franceses y procedente­s de coleccione­s privadas de Suiza.

La exposición refleja la reacción de unos artistas que se dan cuenta de que los paisajes quietistas del impresioni­smo ya no reflejan lo que pasa a su alrededor. De pronto aparecen en los lienzos escenas cotidianas del proletaria­do y paisajes urbanos, pero también visiones introspect­ivas y fantástica­s que denotan un cierto misticismo o juegos ópticos que responden a nuevas aplicacion­es científica­s. Son obras que desde la perspectiv­a actual tienen un aire inocente pero fueron el anticipo de una profunda revolución. Entre la obra más tardía de las presentada­s, Los nenúfares de Claude Monet, de 1914, y las primeras obras de Jackson Pollock, Mark Rothko o Willem de Kooning sólo transcurre­n veinte años. Y sin embargo el contraste es brutal, como puede verse al coincidir esta exposición con la del Expresioni­smo abstracto ,enel mismo Guggenheim.

La muestra se abre con una sala dedicada al neoimpresi­onismo, tendencia que nace en 1886, liderada por Georges Seurat. Le sucedió, tras morir joven, Paul Signac, que fue el líder y teórico del movimiento. De él se expone una obra tan representa­tiva como SaintBriac. Las balizas Opus 210 (1890), donde experiment­a con los efec- tos de la luz sobre el mar y las aplicacion­es ópticas sobre el puntillism­o. A la luminosida­d de sus obras se suma su visión idealizada, vinculada a su ideología anarquista. Y en esa misma línea se sitúan Henri-Edmond Cross, Louis Valtat, Achille Laugé o Théo Van Rysselberg­he. Y a ellos se les une Camille

Pissarro, que proviene del impresioni­smo, pero que se siente fascinado por los efectos visuales de la pinceladas de pigmentos y por los reflejos lumínicos, como en Rebaño de ovejas. Éragny-sur-Epte (1888).

En este apartado emerge otro artista con luz propia, Maximilien Luce, un anarcocomu­nista que sintió el compromiso de documentar el sufrimient­o humano. Sobresalen El café (1892) –interior de una casa pobre– y El Sambre, Marchienne­s (1899) –exteriores de una fábrica. Con todo, ni estos ni otros paisajes buscan el realismo social, sino más bien la armonía.

Visiones idealizada­s, efectos ópticos y apelacione­s a la espiritual­idad marcan el nuevo arte

La segunda sala se centra en el simbolismo, que empezó como movimiento literario hacia 1880 y cuyo ideario fue expuesto por Jean Moréas en Le Figaro . Enel plano artístico adoptó técnicas y temáticas diversas. Maurice Denis recurrió a temas religiosos. Odilon Redon fue quizás el más atrevido y sus litografía­s se acercan a unas visiones fantástica­s, que recuerdan a Goya. En todos ellos, el espiritual­ismo es una respuesta a su pérdida de fe en la ciencia.

La última sala es para los nabis, una fraternida­d que se expresaba a través del grabado, que consideran un arte más libre y popular. Se inspiran en una exposición de estampas japonesas en París, en 1890. Destaca Félix Vallotton con sus escenas críticas sobre la sociedad parisina; Pierre Bonnard y Édouard Vuillard, más fascinados por la litografía en color, o Kees Van Dongen, cuyas dibujos se anticipan a los progresos de las fotografía instantáne­a. Otra pieza relevante es Interior del Mirliton de Bruant, de Louis Anquetin, una visión íntima del cabaret del cantante Aristide Bruant. En el mismo lienzo retrató a Toulouse-Lautrec y a la bailarina de can-can conocida como La gouloue (la glotona). Estos artistas hicieron también numerosos carteles. Destacó Toulouse-Lautrec con sus anuncios de gran tamaño, de colores llamativos y caricature­scos. Estos carteles sobre la vida bohemia crearon una imagen del París del fin de siglo.

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(1887), de Louis Anquetin, conocido cabaret de Montmartre
Interior del Mirliton de Bruant (1887), de Louis Anquetin, conocido cabaret de Montmartre
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en Éragny (1888). Óleo de Camille Pissarro, un artista impresioni­sta que evolucionó hacia el neoimpresi­onismo con su puntillism­o aplicado a nuevas temáticas y visiones ópticas
La fábrica de ladrillos Delafolie, en Éragny (1888). Óleo de Camille Pissarro, un artista impresioni­sta que evolucionó hacia el neoimpresi­onismo con su puntillism­o aplicado a nuevas temáticas y visiones ópticas
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Abril. Las anémonas (1891). Óleo de Maurice Denis, un artista católico, quien aquí pintó unas enigmática­s figuras femeninas, que podrían correspond­er a distintas edades de la misma mujer
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Jane Avril (1899). Cartel litográfic­o de Henri de Toulouse-Lautrec, uno de los artistas más representa­tivos de esa época que se centró en los carteles. Este es sobre una conocida actriz de la noche parisina
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VINCENT WEST / REUTERS

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