Tregua en Barcelona.
El enfrentamiento político entre los gobiernos de Mariano Rajoy y Carles Puigdemont quedó ayer en un segundo plano cuando ambos inauguraron el Automobile Barcelona entre gestos de cordialidad.
Esta vez con luz, taquígrafos y multitud de cámaras, nada que ver con su última y secreta reunión del pasado 11 de enero en la Moncloa, Rajoy y Puigdemont se reencontraron en Barcelona con motivo del salón Automobile. Entre los presidentes todo fue cordialidad, apretones de mano y gestos de simpatía que hicieron olvidar (ayudó también que su relación personal diste mucho de la tirria que separaba a Rajoy y Mas) el conflicto político de incierto desenlace en el que están instalados desde el (ya lejano) 2012 Gobierno y Generalitat. Hubo incluso un brindis conjunto por el futuro del sector del automóvil en la comida de autoridades en el Museu Nacional d’Art de Catalunya, con un menú bajo en calorías: timbal de verduras, lubina y mousse de chocolate amargo. Espejismo de una normalidad institucional, anhelada por amplias capas de la sociedad catalana, que empezó a difuminarse con los mensajes cruzados de sus discursos. En catalán, castellano y un inglés que pide a gritos un curso intensivo de verano, Puigdemont destacó la voluntad de Catalunya de sumarse “a la revolución tecnológica y cambiar viejas tradiciones”; Rajoy, incapaz de salirse del verso cervantino, pidió “no caer en la tentación de la desconexión y el aislamiento”. Tras esta breve esgrima dialéctica, volvió la cordialidad algo tensa con la visita de la comitiva presidencial a las exposiciones de las principales casas de automóviles. Mientras, en una esquina, un guitarrista subido en una ranchera negra interpretaba un viejo himno de Loquillo: “Coches, policías, detrás la ciudad... Ojalá aquella rubia me mire al pasar...”.