UN FILTRO DE HUMANIDAD
París y Francia comprendieron el mensaje del canciller y a partir de entonces se pusieron a modernizar el ejército con vistas a la dramática revancha de 19141918. Los parisinos digirieron la derrota y la profanación de su espacio urbano: en cuanto se fueron los prusianos, se quemó paja alrededor del Arco de Triunfo para purificar el lugar. Apenas enterrados los mártires de la Comuna (la Asamblea Nacional sólo los rehabilitó definitivamente el año pasado), Francia comenzó a recibir un enorme flujo de emigrantes. Con los paréntesis y excepciones de todos conocidos –las infamias del petainismo con los judíos y el maltrato de la masa republicana española, sin ir más lejos–, París fue siempre ciudad abierta para extranjeros, emigrantes y refugiados. Me sorprendió mucho oír decir a un periodista español, en la última campaña electoral presidencial, que la integración de emigrantes “nunca” funcionó en Francia. Un disparate, particularmente en boca de un español. En realidad funcionó mucho mejor que en cualquier otro país europeo. A finales del XIX, belgas e italianos (más de 800.000 italianos en 1931, por delante de polacos y españoles), 759.000 portugueses en 1975, seguidos de argelinos, españoles e italianos. En 2008, Francia cuenta con 490.000 portugueses, 470.000 argelinos, 443.000 marroquíes y 221.000 turcos. El 13% de los emigrantes ese año son subsaharianos. Las actuales dificultades se derivan de algo bien simple: la fábrica social se ha parado, con desempleo y demás. Aún así, el índice de matrimonios mixtos es muy elevado. Aunque averiado, el filtro de humanidad sigue ahí.