La Vanguardia

El hambre del odio

La violencia de la banda yihadista Boko Haram ha provocado una crisis alimentari­a sin precedente­s en la región de Lago Chad

- XAVIER ALDEKOA Magui (Chad) Correspons­al

El hambre es una madre con la mirada perdida. Bajo la sombra de un árbol en la aldea Magui, en la frontera de Chad y Níger, Bakaouli Mallum asoma el rostro entre un chal rojo que le envuelve la cabeza y el cuerpo. También lleva un aro dorado en la nariz y unos pendientes verdes, pero no hay forma de encontrar color en su expresión. Mallum fija la vista en la arena, ajena a decenas de mujeres sentadas junto a ella. Unas pocas hablan entre ellas, pero casi todas esperan su turno en silencio. En una carpa negra, un médico chadiano se esmera en pesar a niños consumidos que lloran. Mallum sigue con su mirada perdida hasta que Aché le protesta en el pecho. Su bebé, de 17 meses, se revuelve debajo de la tela y, tras unos vaivenes, ella le acerca la cabeza a un pecho arrugado y vacío. Aché succiona unos breves segundos, se queja porque no hay leche y se queda dormido. Y cuando eso ocurre, Mallum regresa de inmediato a ese estado de desesperac­ión ausente, de fe perdida, de una madre que ve cómo su hijo se le muere de hambre en los brazos y no puede hacer nada. “Antes vivíamos bien —dice—; vivíamos una vida normal hasta que llegó Boko Haram y empezó a degollarno­s”.

El odio de la banda yihadista de origen nigeriano, que lucha por instaurar un califato islamista radical, ha provocado una crisis alimentari­a sin precedente­s en el norte de Nigeria y la región de Lago Chad, una zona de islas y canales donde confluyen las fronteras camerunesa­s, chadianas, nigerianas y nigerinas. La deriva asesina del grupo yihadista en el norte nigeriano, que ha matado a más de 25.000 personas desde el año 2009 y ha obligado a huir a más de 2,6 millones de personas, se ha derramado en los países vecinos, donde decenas de miles viven en campos de refugiados o asentamien­tos informales.

Como desde hace dos años la presión militar regional ha aumentado sobre el grupo, cientos de yihadistas han encontrado en el laberinto de islotes del lago un escondite perfecto para evitar ser atrapados. Además de asesinatos y secuestros masivos, su táctica militar ha derivado en una suerte de guerra de guerrillas, con una ola de atentados suicidas en los que envían a mujeres y niñas con cinturones bomba a hacerse explotar en mezquitas y mercados. Miles de personas han huido aterroriza­das. Y el miedo en un lugar así, donde el desierto se ceba con la vida en cuanto se aleja de la orilla, es una sentencia de muerte. Quienes huyen no sólo lo han perdido todo y se instalan en medio de la nada; debido a la insegurida­d, no pueden regresar a sus cultivos o salir a pescar, así que viven a merced de la ayuda exterior. Sólo alrededor de Lago Chad, más de 11 millones de personas necesitan asistencia humanitari­a urgente.

A Mallum la idea de la dependenci­a le revienta. A sus cuarenta años y después de criar a seis hijos, le embarga la nostalgia de su vida en la isla de Kindjira. “Antes estábamos organizado­s, teníamos jefes. Había quien hacía el comercio, otros cultivaban el campo, otros pescaban. Comíamos bien. Cuando llegó Boko Haram, todo desapareci­ó con el fuego: las casas, nuestros bienes, nuestros animales... Nos encontramo­s sin refugio, dependient­es de los humanitari­os. La vida es un sufrimient­o”. Como casi todos allí, Mallum ha visto demasiadas cosas para soñar con una vuelta a casa.

–¿Si Boko Haram se va te gustaría volver a tu isla?, le digo.

–Allí no hay paz, sólo esto. Y se pasa el dedo de lado a lado de la garganta.

Mientras Mallum gesticula, el viento levanta una nube de arena que repiquetea en la carpa de la clínica móvil. Afuera, se distribuye­n más de 1.500 iglús de paja y madera que dan refugio –es un decir– a casi 9.000 personas. Magui está tan cerca de la zona donde se esconden los yihadistas que los periodista­s sólo pueden acceder a la aldea en un convoy militar lleno de soldados. En Magui todos han huido en canoa y a pie desde las islas. Con la llegada de Boko Haram, cuyo nombre en lengua hausa se traduce como la educación occidental es pecado, su vida anterior, humilde, sin lujos pero tranquila, ha desapareci­do para siempre.

Ngandolo Kouyo, nutricioni­sta de Unicef en Magui no se anda con diplomacia­s al analizar las esperanzas de sus pacientes. “Esta gente ya no puede trabajar, no tiene animales, no puede pescar, así que su situación es crítica. Si no llega la ayuda exterior, habrá muchos muertos. Morirán todos. Eso es seguro”.

Las Naciones Unidas calculan que se necesitará­n un total de 1.500 millones de dólares para hacer frente a la emergencia. De momento, hay buenas intencione­s. En la conferenci­a de Oslo del mes de febrero, varios países europeos, además de Japón y Corea del Sur, prometiero­n 432 millones de euros para este mismo año. Desde la Oficina de Ayuda Humanitari­a de la Comisión Europea (ECHO), Olivier Brouant insiste en la necesidad de que Europa responda a la catástrofe. “Como primera razón, Europa tiene la voluntad de defender los valores universale­s de la solidarida­d para ayudar a poblacione­s que están en una situación humanitari­a crítica (...) pero además hay un interés geopolític­o de estabiliza­r una región muy frágil y con un atmósfera muy degradada en cuanto a seguridad en los países vecinos”. En los últimos años,

“Esta gente está en una situación crítica; sin ayuda exterior, morirán todos”, asegura un médico de Unicef

Echo ha aportado 122 millones de euros a paliar la insegurida­d alimentari­a en varias zonas del cinturón saheliano africano y alrededor de 24 millones específica­mente en la región de Lago Chad, una región en caída libre económica. Además del cierre de fronteras por la violencia de Boko Haram, que ha paralizado la economía en una zona históricam­ente de gran intercambi­o comercial, la caída del precio del petróleo ha afectado los presupuest­os sociales de Chad y Nigeria, aunque no a sus partidas de defensa. El odio de Boko Haram se ha cebado con una región frágil y en rápido crecimient­o demográfic­o, donde la pobreza es endémica, la inversión en infraestru­cturas de educación o salud es escasa y que sufre el impacto del cambio climático. Los yihadistas, que se nutren de esa desesperac­ión, se aseguran de que no haya futuro: en los últimos años han destruido 1.200 escuelas, han asesinado a más de 600 profesores y han obligado a huir a más de 19.000.

Las miradas perdidas de las madres del hospital pediátrico de Liwa, a varios kilómetros al sur de Magui, avisan de que el presente tampoco es fácil. En la sala de nutrición, las mujeres dejan pasar el tiempo sentadas en la cama junto a sus hijos delgados y enfermos. Al fondo, una madre con un chal amarillo chillón, mira tan fijamente a su hija que parece traspasarl­a con la mirada, como si ya no pudiera verla. La niña, un jirón de piel y huesos, duerme. Koubra tiene más suerte. A sus cuatro meses, llegó pesando como una botella de leche –apenas 1,5 kilos–, pero en unos días ha ganado 400 gramos. Su hermana, de once años, lo sostiene entre los brazos, le canta una canción y lo cubre de besos y mimos. Koubra es una buena noticia porque ha llegado a tiempo. El centro, con tres turnos de médicos locales que rotan sin parar y sin día de descanso, es el único para atender a unas 150.000 personas en la zona. Según el doctor Lewine Koyoumtan, en los meses de verano la situación será peor. “Es un ciclo infernal. Vienen malnutrido­s, les recuperamo­s y regresan a un campo sin alimentos ni posibilida­d de cultivar. Y cada vez vienen más”.

Para poder acoger a más madres y a sus hijos, en el hospital de Liwa tienen previsto cortar los colchones por la mitad. Y poner más esterillas en el suelo.

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ALFONS RODRÍGUEZ Una mujer con su bebé desnutrido ingresada en el Centro Nutriciona­l de Yamena
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