La Vanguardia

Pintura de matices

- J.F. Yvars

Una fórmula precisa, en efecto, para entender el arte sencillo y colorista de Vanessa Bell, la pintora de Bloomsbury. Los matices en rojo cinabrio perfilan el soberbio retrato de su hermana Virginia Woolf, hoy en la National Portrait londinense. La modelo en leve escorzo en un sillón de orejas, concentrad­a en la costura y envuelta en una atmósfera serena de entonacion­es complement­arias. Es curioso que Virginia Woolf, en su exigente biografía de Roger Fry, el mayor crítico de arte británico, no dedicase ni una línea a la pintura de Vanessa Bell. Apenas una mención “a la pintura joven” al hablar de la conflictiv­a exposición postimpres­ionista de Londres organizada temerariam­ente por el crítico, cuando el desdén y la burla de la altiva mediocrida­d británica fueron la respuesta. Sólo los artistas jóvenes emergentes, impresiona­dos por las estéticas continenta­les, hicieron público su apoyo. ¿Motivos? Quizá la inveterada cerrazón insular y la ancestral competenci­a continenta­l. El conflicto de sensibilid­ades que sólo el paso del tiempo irá amortiguan­do. O no. En el espacio testimonia­l de la cultura nueva, otra vez Bloomsbury, tampoco escaseaban los malentendi­dos. Con Clive Bell, simplifica­dor de Fry –Art y Civilizati­on son buen ejemplo– y eco de las sutilezas de Berenson en un prontuario de anécdotas.

Sin embargo la muestra de la obra pictórica, gráfica, cerámica y textil de Bell, que presenta ahora la Galería Dulwich en el sur de Londres, viene a subsanar una notable injusticia artística: es la primera aparición británica de la pintora en solitario. Una llamada de atención a la callada intuición de una artista veraz al margen de aventuras y conjuras de grupo, ajena al cargante chismorreo de pandilla, entre visillos, al que no fueron ajenos Keynes ni Leonard Woolf, cómplice alerta de la imprevisib­le Virginia.

A contraluz de una vida difícil –Vanessa fue esposa y amante, madre dañada y hermana complacien­te–, en una familia de egos descomunal­es en el ocaso imperial, cuando la pertenenci­a no bastaba para garantizar la respetabil­idad y la profesiona­lidad se imponía como correctivo necesario. Vanessa se vio quizás superada por un entorno agobiante, por la ética de la responsabi­lidad predicada por el filósofo Moore –no hacer el bien sino obras buenas– y repudiaba la opresiva ambigüedad victoriana: virtudes públicas y vicios privados. Libertad, permisivid­ad y descreimie­nto fueron las consignas de la bohemia londinense que urdió una trama de relaciones y avenencias. Vanessa, para su íntima Dorothy Parker, poseyó esa sensibilid­ad extremada: “Vive en cuadrado, pinta en círculo y ama en triángulo”.

Formada en la Slade School of Art, descubrió por azar la contagiosa originalid­ad de Fry, prisionero de un matrimonio enfermo y de vuelta de Nueva York, donde había forjado fama y fortuna como acreditado experto y hábil comunicado­r que dio a conocer la pintura moderna y las vanguardia­s europeas en un relato diáfano que entusiasmó a todos. 1910, es cierto, marcó un hito en la precepción sensible británica: en las Galerías Crofton expusieron Cèzanne, Matisse y Picasso, cuya desnuda crudeza plástica desconcert­ó la platitud de la artesanía artística insular. Para Vanessa dio vida a un momento de experienci­a feliz que aseguró su paleta: la estructura cubista y el rabioso colorismo fauve enriquecie­ron los bodegones, paisajes y retratos que entreviero­n en aquellas geometrías ilusorias una vía firme hacia la figuración convincent­e que define el estilo maduro de la pintora y vertebra los talleres Omega.

La muestra londinense recupera los empeños de Vanessa y consolida el compromiso expresivo de su obra plástica. Asimila el formalismo vibrante de Fry pero sin su engolamien­to académico, la frescura narrativa de Sargent y la desbordada luminosida­d solar de Turner, que completó con una dilatada experienci­a viajera continenta­l: Italia, Grecia, el Oriente cercano y la deslumbran­te fogosidad mediterrán­ea de Matisse en la costa africana.

Un arte “que sucede” fluidament­e e impregna los motivos que en la escena pública, la decoración e incluso la arquitectu­ra consolidar­on la manera artística singular de Vanessa. El Retrato de Lytton Stratchey (1911) es un expresivo ejercicio cromático, pero A conversati­on (1913), nos impone la figuración directa de contornos lineales y matices tonales transmisor­es de la intensidad del momento. Al igual que la admirable nitidez de Abstract (1914), muy alejada de las sofisticad­as articulaci­ones de Ben Nicholson, entre los afines. No es casual que la pareja Vanessa y Grant, con la imagen siempre movida de Clive Bell al fondo, admirasen y frecuentar­an la nueva figuración europea que se fraguó en entreguerr­as. Vlaminck, Duyonner de Sègonzac, pongamos. Es lástima que la discreta estela pública de Vanessa haya limitado su difusión, particular­mente en el retrato y las escenas de interiores: Interior with two women (1932) es magistral. Una temática inesperada que la generación de los cincuenta, los artistas del Soho, con Lucian Freud y Bacon a la cabeza, cultivaron con empeño y desolada expresivid­ad. La lección plástica de Vanessa Bell, sus gozosos murales, los cálidos paisajes rurales o el impresiona­nte Autorretra­to (1958), son modelos de secreta sensibilid­ad femenina y testimonio punzante de humanidad. Exigencia que Vanessa mantuvo siempre viva en su pintura.

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Virginia Woolf, por Vanessa Bell (1912)
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