¡Peligro, urnas!
Mientras Rajoy ningunea el caos de El Prat (“en el metro también pasa cuando hay huelga”) y el virrey Millo culpa a los pasajeros (será porque tienen la absurda manía de viajar), en el terruño patrio se arma la marimorena por unas urnas catalanas. Ni siquiera la negrura de las aguas pestilentes del Madrid de la pomada le despista de esa atrocidad, lo único importante que sucede en el reino. Lo cual parece del todo normal en la ópera bufa en que se ha convertido la democracia española.
Ciertamente, hemos llegado a tal nivel de deterioro que el esperpento ya es el escenario natural de los avatares políticos. Valle-Inclán haría las delicias de la literatura, con ese delirio de poca bohemia y menos luces.
Y a la urna me remito, esa “arca o caja cerrada, con una ranura, donde se depositan las papeletas en sorteos o votaciones”, según real definición de la Real. Parece que dicho artilugio es tan peligroso como lo eran las armas de destrucción masiva, o quizás peor, porque estas tienen vocación de existir. Es así como, en pleno siglo XXI y en el seno de una democracia liberal, miembro de una unión de democracias liberales, los poderes del Estado se alzan al unísono en la persecución de unas urnas. “¡Los catalanes quieren votar su estatus político!”, gritan despavoridos por las esquinas del reino, y las madres esconden a sus niños para protegerlos del monstruo. ¡A quién se le ocurre intentar resolver un conflicto territorial, que atañe a una nación milenaria, con la votación de sus ciudadanos! Tamaño despropósito sólo puede ser obra de una panda de fanáticos con barretina, que han tomado algún alucinógeno en manada. Y así es, porque oídas las radios del reino, vistas sus televisiones, leídos sus periódicos, y constatado el pensamiento único de sus políticos, resulta indiscutible que en Catalunya hay una epidemia de locura colectiva. Sólo así se entiende que las entidades civiles y culturales catalanas, sus organizaciones empresariales, sus líderes religiosos, sus intelectuales, artistas, periodistas y la absoluta mayoría de sus ciudadanos quieran hacer algo tan peregrino, absurdo y antimoderno como es votar. Suerte que en España ganó la contrarreforma y están vivitos y coleando los siempre vigilantes martillos de herejes, porque si se hubieran descuidado, los catalanes habrían perpetrado el engendro.
Lo más delirante es que en Catalunya también los hay que participan de esa naturalidad de negar el voto, solícitos cómplices del atropello contra la democracia. Y así estamos, con una nación tan peligrosa que se atreve a comprar urnas, y un Estado tan moderno y avanzado que las persigue por doquier, enviando a jueces y fiscales al trote contra los compradores del artilugio.
Y ello si no nos ponemos más estupendos, porque si hace falta, verbigracia de maese Margallo, pueden enviar algo más pesado. Total, sólo sería un homenaje a su ilustre pasado.
“¡Los catalanes quieren votar su estatus político!”, gritan despavoridos por las esquinas del reino