Queman las jerónimas
Las monjas habían sido advertidas de tan grave amenaza, pero no hicieron caso
El 27 de julio de 1909 tocó el turno a las jerónimas. La espiral de la Setmana Tràgica resultaba no sólo imparable, sino que iba a más. Ni la policía ni el ejército lograban detener la ira anticlerical, sobre todo bajo el signo incendiario. Parecía como si las llamas y el humo actuaran de estímulo que enardecía a unas masas cada vez más numerosas y dispuestas a todo.
Así pues, el asalto, quema y destrucción del amplio conjunto del Real Colegio de San Antón supuso el ensayo e incitación para llevar poco después el mismo estilo de ataque. Este otro objetivo, las jerónimas, estaba situado en el número 10 de la calle Sant Antoni Abad, justo enfrente.
La iglesia y el convento de la mencionada orden de religiosas de clausura ardió al instante como una tea. Y también una casa vecina de su propiedad. En su interior aún se encontraban 28 monjas. Pese a que ellas ya habían sido advertidas con suficiente antelación del huracán revolucionario que se les venía encima, habían hecho caso omiso.
En cuando se percataron del cariz apocalíptico que tomaba el asedio, se las ingeniaron para intentar escapar por la zona de los lavaderos; y lo consiguieron. En cuanto aparecieron en el exterior, toparon con grupos de vecinas que las descubrieron: al punto fueron insultadas y lanzaron sobre ellas una lluvia de piedras.
La escena era presenciada por oficiales del ejército, pero renunciaron a ponerlas bajo su protección, a diferencia del comportamiento que en escena parecida habían adoptado para cubrir a unos religiosos.
Pese a ello, las monjas pudieron ponerse a salvo al entrar en casa de un rico industrial; parecía que se iba a desencadenar un asedio, pero, una vez trocado el hábito por el vestido civil, lograron zafarse del cerco y buscar entonces refugio individual o no en hogares amigos.
Los vecinos de las jerónimas se aplicaron en perfeccionar la destrucción del conjunto. En el trance del saqueo, lanzaron a la gran pira cuantas acciones habían podido requisar. Se dijo que arrojaron a las llamas por el monto de un millón de pesetas; parte de aquellos documentos mercantiles fueron arrebatados por gente informada, y luego los vendieron. Aquel espectáculo cuadraba con la imagen popular, que la tenía por la orden religiosa más rica de la ciudad.
Este perfil dominó la primera jornada, aunque pronto el tema de la fortuna fue postergado al imponerse el legendario y morboso de la tortura, el secuestro y la preñez. Era la consecuencia del imaginario popular espoleado por el formidable éxito teatral obtenido por el truculento dramón de Jaume Piquet, bajo un título muy calculado para provocar a las mentes simples: La monja enterrada en vida o el secret d’aquell convent. Estaba ambientado por diabólicas leyendas centradas en las perversiones que, se decía, anidaban precisamente en aquella clausura de las jerónimas.