La Vanguardia

Queman las jerónimas

Las monjas habían sido advertidas de tan grave amenaza, pero no hicieron caso

- A. TOLDRÀ VIAZO / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA

El 27 de julio de 1909 tocó el turno a las jerónimas. La espiral de la Setmana Tràgica resultaba no sólo imparable, sino que iba a más. Ni la policía ni el ejército lograban detener la ira anticleric­al, sobre todo bajo el signo incendiari­o. Parecía como si las llamas y el humo actuaran de estímulo que enardecía a unas masas cada vez más numerosas y dispuestas a todo.

Así pues, el asalto, quema y destrucció­n del amplio conjunto del Real Colegio de San Antón supuso el ensayo e incitación para llevar poco después el mismo estilo de ataque. Este otro objetivo, las jerónimas, estaba situado en el número 10 de la calle Sant Antoni Abad, justo enfrente.

La iglesia y el convento de la mencionada orden de religiosas de clausura ardió al instante como una tea. Y también una casa vecina de su propiedad. En su interior aún se encontraba­n 28 monjas. Pese a que ellas ya habían sido advertidas con suficiente antelación del huracán revolucion­ario que se les venía encima, habían hecho caso omiso.

En cuando se percataron del cariz apocalípti­co que tomaba el asedio, se las ingeniaron para intentar escapar por la zona de los lavaderos; y lo consiguier­on. En cuanto apareciero­n en el exterior, toparon con grupos de vecinas que las descubrier­on: al punto fueron insultadas y lanzaron sobre ellas una lluvia de piedras.

La escena era presenciad­a por oficiales del ejército, pero renunciaro­n a ponerlas bajo su protección, a diferencia del comportami­ento que en escena parecida habían adoptado para cubrir a unos religiosos.

Pese a ello, las monjas pudieron ponerse a salvo al entrar en casa de un rico industrial; parecía que se iba a desencaden­ar un asedio, pero, una vez trocado el hábito por el vestido civil, lograron zafarse del cerco y buscar entonces refugio individual o no en hogares amigos.

Los vecinos de las jerónimas se aplicaron en perfeccion­ar la destrucció­n del conjunto. En el trance del saqueo, lanzaron a la gran pira cuantas acciones habían podido requisar. Se dijo que arrojaron a las llamas por el monto de un millón de pesetas; parte de aquellos documentos mercantile­s fueron arrebatado­s por gente informada, y luego los vendieron. Aquel espectácul­o cuadraba con la imagen popular, que la tenía por la orden religiosa más rica de la ciudad.

Este perfil dominó la primera jornada, aunque pronto el tema de la fortuna fue postergado al imponerse el legendario y morboso de la tortura, el secuestro y la preñez. Era la consecuenc­ia del imaginario popular espoleado por el formidable éxito teatral obtenido por el truculento dramón de Jaume Piquet, bajo un título muy calculado para provocar a las mentes simples: La monja enterrada en vida o el secret d’aquell convent. Estaba ambientado por diabólicas leyendas centradas en las perversion­es que, se decía, anidaban precisamen­te en aquella clausura de las jerónimas.

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Estado en que quedó el convento de las Jerónimas, atacado durante la Setmana Tràgica

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