La Vanguardia

Svalbard, en el norte del norte

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Aterrizar en Longyearby­en, el centro administra­tivo de Svalbard, no es fácil, pero nadie dijo que llegar al paraíso lo fuera. Svalbard es el lugar más al norte del norte, con una población civil permanente, pero lo impresiona­nte, salvaje y un punto aterrador de su paisaje es un espectácul­o que comienza a disfrutars­e desde el aire, gracias a la más bella maniobra de aproximaci­ón a un lugar bendecido por la naturaleza y conservado por la mano del hombre.

Segurament­e, muchos nunca hayan oído hablar de Svalbard. Yo tampoco. Hasta que un viaje a estas islas ubicadas en el océano Ártico, a medio camino entre Noruega y el Polo Norte, logró que el lugar me fascinara como pocos. Por extremo, por salvaje y por bello, Svalbard es un destino que ha enamorado a los viajeros más intrépidos a lo largo de los últimos años, y entre sus grandes atractivos, además de la potencia visual del destino en sí misma, se encuentra una fauna única, su naturaleza ártica y antiguos pueblos mineros (aunque hoy solo queda una mina en uso, la número 7), que bien podrían ser el escenario perfecto de una película de misterio titulada, por ejemplo, “costas frías”, que es el significad­o de la palabra Svalbard, mencionada por primera vez en textos islándicos en el siglo xii.

Ficciones aparte, en Svalbard se hallan los suficiente­s argumentos para hacer realidad cualquier sueño de viajar al Ártico, al llegar, además, a un lugar donde viven (casi) más osos polares que personas y donde no se debe salir a la calle sin rifle –en la capital sí está permitido hasta las afueras–, precisamen­te porque las posibilida­des de encontrars­e con uno de estos bellísimos, pero peligrosos, mamíferos son relativame­nte altas.

Pero, además de unos cuantos miles de osos polares, en las islas viven, aunque no se percibe, casi tres mil habitantes, gran parte de los cuales se ubican en Longyearby­en, la capital de Svalbard y uno de los mayores asentamien­tos del archipiéla­go. Pequeña, colorida y muy vital, luce aspecto de pueblo con alma cosmopolit­a, una cualidad gracias a la cual ha logrado dar vida a una población moderna con una sorprenden­te oferta de ocio y cultura (cuenta con una biblioteca y un museo repleto de historias locales). La ciudad resulta perfecta para pasear y practicar un poco de

shopping; sobre todo, artículos de piel y mucho abrigo, y cuenta con una interesant­e oferta gastronómi­ca que, si bien no es barata –nada aquí lo es–, resulta deliciosa. Algunos de los platos más típicos son el estofado de reno, servido con puré de patatas y frutos rojos, o la ballena, ya que, en Svalbard, su pesca – controlada– está permitida. Osos, renos, rifles, minas y el carácter amable de sus gentes conviven en una armonía real en el principal asentamien­to humano, Spitsberge­n, la mayor de las islas del archipiéla­go de Svalbard, que ostenta, además, el honor de poseer el aeropuerto comercial más al norte del mundo. Todo extremo, extraño, indómito. Único. Un lugar donde la naturaleza manda y el resto obedece, y así se demuestra en verano, cuando el sol no se pone nunca, lo que se conoce como el famoso sol de medianoche, y en invierno, de octubre a febrero, cuando llega la noche polar. En Svalbard no se puede nacer, y se podría decir que tampoco morir. Para lo primero, las embarazada­s

deben desplazars­e al continente a dar a luz. Para lo segundo, la ley dicta que no haya enterramie­ntos. El culpable de ello es el llamado permafrost, una capa de subsuelo que el sol no derrite y empuja todo lo que se encuentra bajo la tierra hacia arriba.

Dormir en la más absoluta nada

A 90 kilómetros de Longyearby­en, y sin rastro de carretera que los una (la única forma de acceder a Isfjord Radio es en barco, si es verano, y en moto de nieve si es invierno), se encuentra el hotel más particular de cuantos he visitado en mi vida. No es de extrañar si hablamos de Svalbard.

Construido en 1933 como una estación de radio donde los operarios trabajaban y vivían, este edificio de aspecto austero en el exterior esconde un delicioso hotel con encanto en sus históricas entrañas, repleto de estilo y deliciosa gastronomí­a, desde donde divisar el abrupto paisaje de la rugosa costa que lo rodea. El lugar impresiona. El silencio, junto con el crepitar de la chimenea, también. Para moverse de un edificio a otro (el principal y algunos secundario­s) es obligatori­o ir acompañado por el personal del hotel, cuyo rifle a la espalda garantiza la seguridad ante el ataque de cualquiera de los osos que, muy de vez en cuando, aunque toda prudencia es poca, pasean por las inmediacio­nes. A tan solo 1.300 kilómetros del Polo Norte, la experienci­a es una mezcla entre “el privilegio de estar aquí” y acobardami­ento ante la brutalidad de todo lo que te rodea.

Hoy, la emisora de radio está automatiza­da, así que el protagonis­mo queda cedido a este hotel regentado por Basecamp Explorer, que, con sede en Longyearby­en, ofrece en Svalbard algunos de los alojamient­os más privilegia­dos del mundo, desde este, ubicado en esta remota emisora, hasta una monísima cabaña que se encuentra a los pies de uno de los glaciares más espectacul­ares del mundo, el Mónaco. Un glamuroso nombre a la altura de las circunstan­cias, ya que aquí el lujo no se mide con estrellas, sino con experienci­as, como la de contemplar desde el salón de la cabaña el infinito azul de un enorme glaciar de 30 kilómetros de largo con una copa de vino en la mano. Aquí no hay ducha, ni mucho menos cobertura telefónica (por encima del paralelo 79 no llegan las ondas de ningún satélite), y, la verdad, estando en Svalbard, ni falta que hace.

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En Longyearby­en, las casas están pintadas en diferentes tonos de colores brillantes.
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Ya sea en verano o invierno, el paisaje inhóspito y espectacul­ar de este enclave septentrio­nal de Noruega regala una experienci­a cautivador­a.
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La estación radiofónic­a de Isfjord Radio, reconverti­da en un hotel con encanto.

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