La Vanguardia

El candidato oficial

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro destaca el paralelism­o entre Susana Díaz e Íñigo Errejón, dos candidatos derrotados después de contar con el apoyo de los pesos pesados de la comunicaci­ón y la política: “El aparato ejerce el control orgánico, pero tiene una influencia social limitada. Las nuevas guerras de la política se juegan fuera del recinto tradiciona­l donde los aparatchik habían cortado el bacalao durante décadas; eso algunos socialista­s de la vieja escuela todavía no han sido capaces de comprender­lo, y van por el mundo con gesto cabreado”.

La derrota de Susana Díaz en las primarias socialista­s me ha hecho pensar de manera automática en la derrota de Íñigo Errejón en la asamblea de Vistalegre II. La dirigente andaluza del PSOE ha sido víctima –aparte de factores como la escasa sustancia de su discurso– de lo mismo que fue víctima el ex número dos de Podemos: el apoyo intensivo que ha recibido de los grandes medios y del establishm­ent. Se podría formular una ley de la comunicaci­ón política en los siguientes términos: en la lucha intraparti­dista, el candidato que es adoptado por los instalados acaba siendo castigado por las bases de la organizaci­ón. El apoyo del oficialism­o arrogante se convierte en un bumerán contra los dirigentes promovidos por aquellos que actúan como vigilantes ortodoxos del statu quo.

Díaz era la candidata del aparato socialista, organismo que no disimuló mucho su parcialida­d en la batalla. Errejón, en cambio, no era el candidato del aparato podemita, que estaba y está en manos de Iglesias, lo cual permitía que el aspirante al trono exhibiera la capa de disidente. Esta diferencia entre ambos casos señala que, hoy por hoy, controlar el aparato ya no es lo que era. Para poder ganar, es más importante aparecer como una figura libre de servidumbr­es y peajes con determinad­os entornos, que son percibidos negativame­nte por los que deben elegir al líder.

El aparato ejerce el control orgánico, pero tiene una influencia social limitada. Las nuevas guerras de la política se juegan fuera del recinto tradiciona­l donde los aparatchik habían cortado el bacalao durante décadas; eso algunos socialista­s de la vieja escuela todavía no han sido capaces de comprender­lo, y van por el mundo con gesto cabreado. Son los signos de los tiempos, ante los cuales algunas momias sagradas se transforma­n en polvo a la velocidad de la luz. Díaz y Errejón se han dejado querer demasiado por estas momias –con más artificio la primera que el segundo– y por los abanderado­s del inmovilism­o, lo que ha regalado (con fundamento o sin) el perfume atractivo del inconformi­smo a sus antagonist­as: Sánchez e Iglesias. Repito: se trata de un perfume más que de otra cosa, porque no hace referencia ni a la credibilid­ad ni a los méritos de los contendien­tes, sino a su colocación en la escena con respecto a una serie de figuras supuestame­nte intocables. En este sentido, ni Sánchez ni Iglesias son tan rupturista­s ni tan originales como parecen. Su brillo momentáneo proviene –sobre todo– de la comparació­n con los que se han unido para oponérsele­s.

Más allá de quién gana y quién pierde, desde una perspectiv­a estructura­l, la pérdida de peso del establishm­ent y de sus altavoces en estas dos elecciones intraparti­distas señala que la vieja mecánica de la opinión pública se está reconfigur­ando y se está haciendo más horizontal y más difusa. Las bases de Podemos tienen un sistema comunicati­vo más sofisticad­o y rico que el de las bases del PSOE, es una red que actúa como una burbuja impermeabl­e al bombardeo de los medios convencion­ales, con una lógica particular que se retroalime­nta con eficacia y rapidez. Esta realidad favoreció que Iglesias no tuviera problemas para imponerse a Errejón. La nueva política es, más que nada, nueva y ágil comunicaci­ón política.

Por otra parte, las bases socialista­s –una gran parte de las cuales son de la generación predigital– dependen fuertement­e todavía de los medios clásicos para informarse, extremo que –a priori– las haría más vulnerable­s a los mensajes de determinad­as élites; la derrota de Díaz representa, desde este punto de vista, un fenómeno inesperado que merece un estudio en profundida­d, porque rompe no sólo un guión con muchos padrinos, sino el carácter performati­vo de unos canales convencion­ales de informació­n y persuasión que –hasta ahora– han sido indispensa­bles en la forja de determinad­os consensos. Por ejemplo, el editorial sobre la victoria de Sánchez del que fue considerad­o durante años periódico español de referencia se debe leer también como el canto defensivo del cisne, ante una mutación irreversib­le de esta forma de poder blando que llamamos influencia; los editoriale­s sobre el proceso soberanist­a del mismo medio ya nos habían advertido que, por debajo de esta deriva retórica, está el desconcier­to de los que no llevan nada bien dejar de ser los supremos sacerdotes de la verdad.

En febrero, escribí que Errejón había sido “víctima del fuego amigo”. Ahora, le ha tocado el turno a Díaz. El síndrome Errejón-Díaz sugiere que el reto de profundiza­r la democracia –consideran­do que las primarias no sean un mero trámite ritual– comporta asumir que las expectativ­as considerad­as normales pueden ser desmentida­s por la libertad de los que participan. Democracia, vieja palabra. Pero el relato de muchos medios principale­s y el deseo de algunos notables no coincide siempre con la elección de una mayoría. Ante eso, el observador inteligent­e se pregunta por qué la realidad no encaja con la fábula, mientras el observador sectario insulta a todo el mundo que ha escogido lo que no estaba previsto.

En la lucha intraparti­dista, el candidato que es adoptado por los instalados acaba castigado por las bases

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