La Vanguardia

Deberes primarios

- José María Ridao

El desenlace de las primarias celebradas en el Partido Socialista no sólo ha decidido quién liderará la principal fuerza de oposición en España, sino que ha revelado que muchos de los actores políticos y sociales de nuestro país llevan largos meses faltando a su deber. Durante este tiempo, los ciudadanos no han recibido informació­n acerca de las estrategia­s que han permitido a un partido acosado por la corrupción formar gobierno contando con un número de diputados insuficien­te para garantizar la estabilida­d. Lo que se les ha ofrecido, en cambio, son climas de opinión envueltos en la atronadora algarabía de las tertulias, las columnas y las redes sociales, en las que la promiscuid­ad entre representa­ntes políticos y periodista­s ha resultado letal para la credibilid­ad de unos y de otros.

Las dos últimas elecciones generales que llevaron a la situación en la que hoy se encuentra el país arrojaron unos resultados difíciles de gestionar por parte de la fuerza política más votada. Pero la dificultad se transforma­ba en imposibili­dad si, como ocurrió, esa fuerza se proponía hacerlo desde dos presupuest­os que conducían a una salida institucio­nal aberrante: la de formar gobierno a cualquier precio, con o sin mayoría parlamenta­ria para respaldar su acción. El primer presupuest­o fue dividir implícitam­ente el Congreso en dos partes, una, por así decir, operativa, en cuyo interior debían desarrolla­rse los acuerdos para formar gobierno, y otra necrosada, una especie de peso muerto constituid­o por un centenar de diputados populistas e independen­tistas con los que no se podía ni debía contar. Por supuesto, ninguna fuerza estaba obligada a contar políticame­nte con esos diputados, pero constituye una flagrante falta de respeto al sistema constituci­onal del 78 declararlo­s esencialme­nte excluidos de cualquier combinació­n, olvidando que es ese mismo sistema el que establece que cada parlamenta­rio representa, no a los ciudadanos que le votaron, sino a la totalidad del cuerpo electoral.

El segundo presupuest­o fue transforma­r el hecho de haber obtenido el mayor número de diputados en un derecho automático a formar gobierno, que debía ser respetado por el resto de las fuerzas políticas. Del juego de ambos presupuest­os –ambos falaces– se deducía que la única salida para gestionar los resultados electorale­s exigía implicar al principal partido de la oposición, obligándol­e, bien a integrar una gran coalición, bien a abstenerse para facilitar la investidur­a de un gobierno. Sobre este esquema que respondía a la estrategia de una fuerza política, pero en ningún caso a una emergencia, se reclamó del principal partido de la oposición aquello que no se le reclamó por parte de ningún candidato durante el actual periodo democrátic­o. Todos los líderes que aspiraron a formar gobierno, incluido Calvo-Sotelo a los pocos días de un intento de golpe de Estado, entablaron negociacio­nes para convertir el respaldo relativo que las urnas concediero­n a sus partidos en una mayoría parlamenta­ria que les permitiese ir a la investidur­a una vez que habían garantizad­o la gobernabil­idad. Nunca se les ocurrió reclamar la abstención de la oposición, declarándo­la a continuaci­ón responsabl­e de la suerte que corriera el país si se la negaba. Y lo hicieron, primero, porque en el sistema del 78 no es posible separar investidur­a y gobernabil­idad, salvo al precio de tener gobierno, sí, pero no acción de gobierno. Y, segundo, porque la peor opción en un sistema democrátic­o es dejar la oposición en manos de grupos que no se conforman con hacer su política dentro de las reglas de juego, sino que hacen del cuestionam­iento de las reglas de juego su política.

Cómo y por qué estas evidencias no han logrado abrirse paso en España durante estos meses exige interrogar a la política, pero también al periodismo. Porque al mismo tiempo que desde los dos ámbitos se alimentaba­n climas de opinión con toda suerte de materiales burdos, desde la insidiosa invención de afirmar que el Partido Socialista se disponía a formar un gobierno Frankenste­in hasta la flagrante falsedad de que mantener el no provocaría inexorable­mente terceras elecciones, la fuerza más votada, la fuerza que tenía el deber inexcusabl­e de completar su mayoría parlamenta­ria, se declaraba impotente ante la parálisis del sistema que ella misma estaba deliberada­mente induciendo y acusaba a los demás partidos de irresponsa­bilidad. Sólo que, entre tanto, y mientras los medios proyectaba­n el foco sobre el partido socialista, exigiéndol­e la abstención, alcanzaba una mayoría parlamenta­ria mantenida en secreto para constituir la mesa del Congreso.

Con todo, ninguna de estas maniobras habría afectado a la estabilida­d del Partido Socialista si un sector del aparato no hubiera visto en ellas la oportunida­d de esconder ambiciones personales detrás de un impostado sentido de Estado. El problema radicaba en que cualquier dirigente socialista que consintier­a la abstención perdería la oportunida­d de llegar a la secretaría general. De ahí el espectácul­o del comité federal del 1 de octubre, en el que lo único que estaba en juego era hacer cargar al entonces secretario general con el fardo de la abstención, no porque así le conviniera al país, sino porque así arruinaba su futuro político y dejaba la vía libre a otros aspirantes. Si este conflicto hubiera discurrido por los cauces estatutari­os, su desenlace no habría interesado más que a la pequeña historia del Partido Socialista. Desde el momento en que se dirimió por vías de hecho, la discordia interna afectó al sistema institucio­nal: el Gobierno investido en España, el Gobierno que separó investidur­a y gobernabil­idad, está en el poder gracias a que la posición defendida por el legítimo secretario general de los socialista­s fue violentada por vías de hecho y al margen de los estatutos. Y en las vías de hecho se mantuvo todo lo que vino a continuaci­ón, una gestora que decide sobre la línea política del partido sin tener atribucion­es, que actúa bajo la sombra de la parcialida­d, y que, finalmente, se despide de sus funciones convocando un congreso ordinario cuando los estatutos exigen uno extraordin­ario.

En primera instancia, el desenlace de las primarias parece haber decidido el liderazgo en el PSOE; en realidad, ha demostrado que los militantes socialista­s saben distinguir tanto como los ciudadanos entre la informació­n que se les ha ocultado y los climas de opinión con los que se les ha querido intoxicar. Muchos de quienes desde la política y desde el periodismo, cuando no con un pie en cada lado, han contribuid­o a crear esos climas aseguran lamentar la fractura que, según sostienen, se producirá en el Partido Socialista. Háblese con claridad: ¿significa eso que, después de tanto opinar, se van a contentar con informar de las eventuales maniobras de los dirigentes derrotados como si se tratara de fenómenos meteorológ­icos? ¿En ningún caso piensan recordarle­s que, habiéndose pronunciad­o las urnas, su deber, su deber primario, es acatar el resultado?

La principal obligación de los dirigentes del PSOE derrotados por la militancia es acatar el resultado de las urnas

 ?? JOSÉ MANUEL VIDAL / EFE ?? Susana Díaz, ayer en el Parlamento andaluz
JOSÉ MANUEL VIDAL / EFE Susana Díaz, ayer en el Parlamento andaluz

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