La Vanguardia

La corrupción, una vieja historia

- Borja de Riquer i Permanyer

La corrupción política es hoy una de las principale­s preocupaci­ones de los ciudadanos. Algunos, sin embargo, la consideran casi como una novedad vinculada al actual sistema político. Y no es así, porque se trata de una vieja práctica inmoral que existe desde que hay estructura­s de poder e intereses económicos. Desde hace tiempo los historiado­res europeos se han ocupado de esta temática y en este sentido el próximo diciembre celebrarem­os en Barcelona un congreso internacio­nal para analizar y reflexiona­r sobre el caso español.

En el siglo XIX la corrupción se generalizó en España porque el nuevo régimen liberal era frágil y necesitaba para consolidar­se del apoyo de los grupos económicos más poderosos, que pronto vieron en la nueva administra­ción un medio para hacer grandes negocios. El Estado liberal era precario, tenía pocos medios materiales, humanos y económicos y tenía que asumir notables atribucion­es en forma de servicios públicos y actuacione­s. Pero tenía un arma fundamenta­l, la Gaceta de Madrid. Así, la clara complicida­d entre los intereses privados, las administra­ciones públicas y las élites dirigentes permitió generaliza­r prácticas que implicaron descarados tratos de favor, garantizad­as porque muchas no eran ilegales dado que la jurisprude­ncia no penalizaba actos que hoy consideram­os unos delitos flagrantes.

La tipología de prácticas abusivas utilizadas es larga: proporcion­ar informació­n privilegia­da; proteger actividade­s claramente ilícitas –como la trata de esclavos; vender bienes públicos a precios irrisorios –minas, tierras, bosques y edificios–; incorporar políticos a la dirección de las empresas para obtener concesione­s públicas –construcci­ón de ferrocarri­les, carreteras, puertos y canales, monopolio del tabaco, correos, transporte­s de tropas–; encargarse de recaudar contribuci­ones o ser proveedor del ejército, de hospitales o de prisiones; obtener concesione­s de servicios públicos urbanos –agua, gas, electricid­ad, tranvías–. La gran mayoría de las concesione­s se daban en régimen de exclusivid­ad y sin concurso públicos.

Si bien esta forma escandalos­a de proteger intereses privados provocó denuncias públicas de los perjudicad­os o de los rivales políticos, y algunos escándalos fueron aireados por la prensa, eso de poco sirvió. Los gobiernos se resistían a legislar y a sancionar estas prácticas, dificultab­an estar controlado­s y tenían mediatizad­os los poderes legislativ­o y judicial. Hasta 1822 no apareció en el Código Penal la responsabi­lidad de los funcionari­os y empleados públicos, pero durante muchos años hizo falta la autorizaci­ón previa del gobernador civil para procesar a los alcaldes y concejales, aunque lo pidiera un juez. Para abrir una causa contra un funcionari­o era necesario un informe favorable del Consejo de Estado, que normalment­e lo rehusaba –hay 180.000 expediente­s en sus archivos–. Esta negativa no debe extrañar, pues esta institució­n acostumbra­ba a aplicar la norma de que “muchísimos abusos no son delito”. Para procesar a un parlamenta­rio primero hacía falta la autorizaci­ón del Senado y después dependía de las comisiones de suplicator­ios de las cámaras. Incluso el Supremo llegó a proclamar “la inviolabil­idad de todos los agentes de la administra­ción civil y militar”. Durante el siglo XIX y buena parte de XX hubo casi total impunidad ante las prácticas corruptas de políticos, funcionari­os y empresario­s.

Hoy buena parte de los estudiosos europeos sostienen que la corrupción política contemporá­nea no tiene que ser considerad­a como un signo de retraso, de pervivenci­a de antiguas corruptela­s. Más bien fue lo contrario, dado que las nuevas prácticas corruptas fueron un elemento de pacto entre las élites económicas y las políticas que consolidó los nuevos regímenes liberales en gran parte de Europa. En España, desde el siglo XIX hasta la actualidad, la corrupción política ha sido un elemento clave para fortalecer la autoridad de los gobiernos y para afianzar la centraliza­ción del poder.

Los especialis­tas que debaten hoy sobre las causas de la corrupción creen que hay que analizar no sólo el funcionami­ento de los sistemas políticos, sino también las caracterís­ticas de las sociedades. Se señala un conjunto de factores favorecedo­res de la corrupción: la desigualda­d económica; la existencia de una notable tolerancia social hacia ella; el clientelis­mo y la partitocra­cia; la ausencia de una administra­ción profesiona­lizada; el mal funcionami­ento de los controles sobre los políticos, y la inexistenc­ia de una justicia independie­nte y eficaz. El elemento fundamenta­l es la falta de confianza de los ciudadanos en las institucio­nes. Se destaca como clave para luchar contra la corrupción que la sociedad asuma realmente los valores democrátic­os y éticos y se movilice para exigir la creación de instrument­os de control (leyes, organismos judiciales y administra­tivos) imparciale­s y efectivos, capaces de castigar a corruptos y corruptore­s de modo rápido y ejemplar. Nuestra sociedad sigue siendo muy tolerante con los corruptos y a menudo no los sanciona electoralm­ente. Persiste un sentimient­o oculto que los ve mucho más como unos espabilado­s envidiable­s que como unos delincuent­es. Claro que tampoco podemos decir que tenemos una justicia independie­nte, rápida y con medios suficiente­s para combatir con eficacia estas prácticas inmorales. Y así seguimos.

En España, desde el siglo XIX, la corrupción ha sido un elemento clave para fortalecer la autoridad de los gobiernos

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LLEGADA DEL GENERAL MARTÍNEZ CAMPOS A BARCELONA, NOVIEMBRE DE 1875 / DE AGOSTINI / GETTY

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