La Vanguardia

Inventar

- Imma Monsó

Dicen que el juguete que triunfará este verano es un gadget llamado fidget spinner y lo que más destacan quienes han dado la noticia es la “mala suerte” de su inventora: “Su inventora, Catherine Hettinger, dejó caducar la patente por falta de dinero y ahora no verá un duro de este éxito”, se lamentan. Y es que los inventores, como los poetas, siempre han despertado adhesión y ternura. Incluso los más torpes: la historia de Franz Reichelt así lo demuestra. Reichelt era un sastre que inventó un traje volador y lo patentó con sus ahorros. En 1912, cuando la patente llegaba a su fin sin que él hubiera conseguido comerciali­zarlo, Reichelt se subió al primer piso de la torre Eiffel para probar el traje con un maniquí. Pero en el último momento se lo enfundó él para que todos pudieran apreciar mejor su portentoso invento y se lanzó al vacío. Y se mató. Al día siguiente, Le Gaulois le dedicaba un artículo preñado de emoción que es una gozada leer.

Durante siglos, muchos adolescent­es han soñado con ser inventores como modo de alcanzar la gloria. En 1943, Carson McCullers expresa así los sueños de la adolescent­e Mick en El corazón es un cazador

solitario: “Volvería a casa montada en un automóvil Packard rojo y blanco, con sus iniciales grabadas en las puertas. Quizá sería una gran inventora. Inventaría diminutas radios del tamaño de un guisante que la gente podría llevar a todas partes metidas en la oreja. Y también máquinas voladoras que la gente podría atarse a la espalda como si fueran mochilas y les llevarían en un abrir y cerrar de ojos a los confines de la Tierra. Sí, estas serían las primeras cosas que inventaría”.

Mick conjura así el tedio insoportab­le de una ciudad pequeña y aburrida de Georgia.

Ya apenas quedan jóvenes soñadores que suspiren por ser inventores. Quizá tampoco quedan ciudades aburridas. En cualquier caso, cuesta imaginar a los émulos de Steve Jobs suspirando por inventar algo en soledad, más bien los imaginamos suspirando por hackear algún organismo gordo o por imitar al chaval que frenó el virus Wannacry. O suspirando por crear su propia start-up. Aunque lo que se dice suspirar, tampoco creo que suspiren. Suspirar es uno de esos verbos que han perdido vigencia y parece muy antiguo.

En cuanto a los inventores sin suerte, esos también han cambiado: no parece que Catherine Hettinger vaya a acabar como el sastre de París. Mucho más pragmática (después de todo es de Florida), en vez de lamentarse ha montado un crowdfundi­ng en Kickstarte­r para recaudar fondos y comerciali­zar su invento. Lo llama el “spinner original”. Una jugada astuta que le permite capitaliza­r la estima de quienes lamentan que haya perdido su patente y aprovechar la promoción millonaria que hacen los que le han “robado” el invento. Por ahora lleva recaudados 12.000 dólares.

Cuesta imaginar a los émulos de Steve Jobs suspirando por ser inventores solitarios

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