Todo el mundo me conoce ahora
Imágenes para el sonido, sonidos para un retrato
El último disco de Bowie publicado el día de su cumpleaños y dos días antes de su muerte, no podía ser sino su último gran ejercicio de marca, su gran epitafio artístico, su testamento como gran estrella cultural a lo largo, no de uno, sino de dos siglos. Y por supuesto un gran éxito comercial con un álbum, una vez más, experimental, con artistas de
jazz tocando rock. David Robert Jones nació en Londres un 8 de enero de 1947, a los 12 años se estrenó en la música con un saxofón, a los 15 formó su primera banda, y a los 20 años publicó su álbum debut en solitario, David Bowie, después de haber sido miembro de diversas bandas. Desde entonces y a lo largo de prácticamente 5 décadas, Bowie se situó, como apunta Oriol Costa, colaborador del Máster en Estrategia y Gestión Creativa de la Marca de la UPF Barcelona School of Management, <<en el olimpo de las grandes marcas personales>>. Oriol Costa presentará y moderará una charla entre el fotógrafo de Bowie, Denis O’Regan, y Dr Julia Jones, CEO de Found in Music y especialista en el uso de la música en los negocios y en la salud, además de experta en el modelo financiero y pionero de los Bowie Bonds. Una sesión que, a través de las fotos, las anécdotas vividas junto a Bowie en las giras mundiales y la música, intentará discernir los valores diferenciales del artista dentro del universo pop, los conceptos innovadores que manejó artísticamente para mantenerse presente y rompedor durante tan largo período creativo, su capacidad para hacer rentable su propio trabajo, su imagen y su discurso musical cambiante y transformador, y su genialidad a la hora de construirse un lugar imborrable en el mercado, entre el público y en la sociedad. En 1965 el músico David Robert Jones decidió que le llamaran David Bowie. Pero tal y como cuenta la leyenda, el cambio de nombre no fue fácil. En realidad, si se bautizó artísticamente con un apodo que no fuera el suyo fue porque en los teatros de Londres estaba despuntando un nuevo artista musical, Davy Jones (futuro cantante de The Monkees). “Nadie más que tú tiene que hacer dinero con lo que hagas” se cuenta que le dijo su mánager del momento para convencerlo. Esa fue su primera decisión estratégica. Se reconocía a él mismo como una marca. David Robert Jones pensó en Dave Jay, también en Alexis Jay y a la postre se decantó por Tom Jones. La idea sólo aguantó unas semanas. Precisamente, en ese momento, el Tom Jones que todos nosotros conocemos (cuyo nombre era en realidad Thomas John Woodward) se le adelantó publicando el famoso single
It’s not unusual. David Robert Jones tenía que pensar en algo mejor. Ya fuera como homenaje a un protagonista de la batalla de El Álamo o por el nombre de un último cuchillo de fabricación americana que homenajeaba al mismo personaje, finalmente Jones decidió llamarse Bowie para su vida artística. Y en ese momento seminal nació la que sería una de las marcas más reconocidas de la música popular de los últimos 50 años. Él mismo encontró el naming para uno de los artistas más icónicos de nuestra era pop. Contó el cantante que “Bowie” le funcionaba como una especie de “medium for a conglomerate of statements and ilusions”. Con ellas jugó con todos nosotros durante tantos y tantos años… Porque Bowie fue Bowie, pero también la suma de los caracteres que él mismo superpuso uno encima de otro, álbum tras álbum: Ziggy Stardust, Major Tom, el Duque Blanco o Aladdin Sane son probablemente una de las razones por las que nunca nos cansaremos de él… No es de extrañar que se le conozca como el artista camaleónico. Un “ventrílocuo”, lo definió el filósofo Simon Critchley. O un genio sagaz que supo extender hábilmente, a la manera de Philip Kotler, la línea de productos de su categoría: con nuevos tamaños de envase, nuevos ingredientes, nuevos sabores…
Aunque los guidelines para el look
and feel de su marca sean infinitos, sus valores, sólidos y auténticos, le acompañarán siempre: reinvención, disrupción, libertad, mezcla, cambio… Todo ello ya lo significaba un LP suyo debajo del brazo en los años 70, una entrada para el concierto del Estadio Olímpico de Barcelona en
los 90 o el share de su foto en el Facebook de hoy en día… Porque Bowie fue un tipo eternamente di-fe-ren-te. Uno de los grandes influencers de nuestro tiempo.
Desde hace algunos años proliferan las exposiciones en torno a la música popular; jazz, rock y pop. Es fácil exponer objetos que remitan a una época, souvenirs que detonen la nostalgia, como ropa, instrumentos o material gráfico promocional. Otra cosa es exponer aquello que se halla en el centro del recuerdo de aquellas estrellas y movimientos: la música, el sonido, el espíritu de la época al que contribuyeron. El cine, otro time-based art, se ha encontrado con el mismo problema desde la primera ocasión en que se probó a museificarlo, de la mano del entrañable Langlois y ‘su’ Cinemateca Francesa. ¿Bastan vestidos, carteles, guiones, maquetas y bocetos para referir artes tan poderosas e intangibles como el cine o la música? Cine y música tienen desde hace décadas un evidente papel en la construcción de nuestra identidad y se comprende el atractivo de exponerlos, de explotar el vínculo personal, individual, que, masivamente, nuestra sociedad ha establecido con ellas. Ahora es Bowie quien llega en forma de exposición. Bowie, el gran camaleón, quizás el músico que más ha cultivado y transformado su imagen y, sin embargo, alguien cuyo retrato estaría incompleto sin sonido. Y no sólo por la cantidad de canciones memorables, sino por la manera en que éstas suenan. Si algo define la música
rock y pop es su producción, un elemento que la distingue en su complejidad y personalidad de otras músicas
populares (folk, blues, crooners). Es fácil tintar el sonido de cada etapa artística de Bowie, desde las reverberaciones futuristas de Space Oddity a la vibrante negrura de I’m Deranged. Pero esa dimensión sonora no es fácil de exponer, evidenciar, revelar y analizar. Y eso, aunque las canciones suenen a toda pastilla en las salas. Las exposiciones, no debemos olvidarlo, se pasean. Son una piel de información, ideas, objetos, documentos y recuerdos que nos impregna mientras deambulamos. Bowie, como artista y como fenómeno, tiene todo lo que puede desplegarse en una exposición: en él se conjugan la moda, la escenografía, el cine, el zeitgeist de varias décadas, las mejores artes promocionales (cubiertas, vídeos) y un buen puñado de polémicas. La dimensión visual de su carrera es monumental, llena de quiebros y altibajos, hitos y ridículos sublimes. Pero, a diferencia de tantas otras estrellas, las imágenes en Bowie, de Bowie, no atentan contra su música (Prince) ni sirven tan sólo a su promoción y excentricidad (Elton John), son esenciales a su identidad artística y musical. Muchos naufragaron al aceptar el mefistofélico contrato que obligaba a todo aspirante a estrella pop, a desplegar una imagen y una personalidad en pantalla, especialmente desde que llegó MTV. Algunos, como Costello o Mellencamp, se resistieron a esa dictadura de la imagen. Otros, muchos, demasiados, se emborracharon de vanidad y espejos. Unos pocos, finalmente, parece que nacieron para este negocio, de imágenes, ideas y sonidos. Bowie, de hecho, le dio forma desde su primer disfraz como Ziggy.