La Vanguardia

Todo el mundo me conoce ahora

Imágenes para el sonido, sonidos para un retrato

- Llamadme Bowie Oriol Costa Andrés Hispano

El último disco de Bowie publicado el día de su cumpleaños y dos días antes de su muerte, no podía ser sino su último gran ejercicio de marca, su gran epitafio artístico, su testamento como gran estrella cultural a lo largo, no de uno, sino de dos siglos. Y por supuesto un gran éxito comercial con un álbum, una vez más, experiment­al, con artistas de

jazz tocando rock. David Robert Jones nació en Londres un 8 de enero de 1947, a los 12 años se estrenó en la música con un saxofón, a los 15 formó su primera banda, y a los 20 años publicó su álbum debut en solitario, David Bowie, después de haber sido miembro de diversas bandas. Desde entonces y a lo largo de prácticame­nte 5 décadas, Bowie se situó, como apunta Oriol Costa, colaborado­r del Máster en Estrategia y Gestión Creativa de la Marca de la UPF Barcelona School of Management, <<en el olimpo de las grandes marcas personales>>. Oriol Costa presentará y moderará una charla entre el fotógrafo de Bowie, Denis O’Regan, y Dr Julia Jones, CEO de Found in Music y especialis­ta en el uso de la música en los negocios y en la salud, además de experta en el modelo financiero y pionero de los Bowie Bonds. Una sesión que, a través de las fotos, las anécdotas vividas junto a Bowie en las giras mundiales y la música, intentará discernir los valores diferencia­les del artista dentro del universo pop, los conceptos innovadore­s que manejó artísticam­ente para mantenerse presente y rompedor durante tan largo período creativo, su capacidad para hacer rentable su propio trabajo, su imagen y su discurso musical cambiante y transforma­dor, y su genialidad a la hora de construirs­e un lugar imborrable en el mercado, entre el público y en la sociedad. En 1965 el músico David Robert Jones decidió que le llamaran David Bowie. Pero tal y como cuenta la leyenda, el cambio de nombre no fue fácil. En realidad, si se bautizó artísticam­ente con un apodo que no fuera el suyo fue porque en los teatros de Londres estaba despuntand­o un nuevo artista musical, Davy Jones (futuro cantante de The Monkees). “Nadie más que tú tiene que hacer dinero con lo que hagas” se cuenta que le dijo su mánager del momento para convencerl­o. Esa fue su primera decisión estratégic­a. Se reconocía a él mismo como una marca. David Robert Jones pensó en Dave Jay, también en Alexis Jay y a la postre se decantó por Tom Jones. La idea sólo aguantó unas semanas. Precisamen­te, en ese momento, el Tom Jones que todos nosotros conocemos (cuyo nombre era en realidad Thomas John Woodward) se le adelantó publicando el famoso single

It’s not unusual. David Robert Jones tenía que pensar en algo mejor. Ya fuera como homenaje a un protagonis­ta de la batalla de El Álamo o por el nombre de un último cuchillo de fabricació­n americana que homenajeab­a al mismo personaje, finalmente Jones decidió llamarse Bowie para su vida artística. Y en ese momento seminal nació la que sería una de las marcas más reconocida­s de la música popular de los últimos 50 años. Él mismo encontró el naming para uno de los artistas más icónicos de nuestra era pop. Contó el cantante que “Bowie” le funcionaba como una especie de “medium for a conglomera­te of statements and ilusions”. Con ellas jugó con todos nosotros durante tantos y tantos años… Porque Bowie fue Bowie, pero también la suma de los caracteres que él mismo superpuso uno encima de otro, álbum tras álbum: Ziggy Stardust, Major Tom, el Duque Blanco o Aladdin Sane son probableme­nte una de las razones por las que nunca nos cansaremos de él… No es de extrañar que se le conozca como el artista camaleónic­o. Un “ventrílocu­o”, lo definió el filósofo Simon Critchley. O un genio sagaz que supo extender hábilmente, a la manera de Philip Kotler, la línea de productos de su categoría: con nuevos tamaños de envase, nuevos ingredient­es, nuevos sabores…

Aunque los guidelines para el look

and feel de su marca sean infinitos, sus valores, sólidos y auténticos, le acompañará­n siempre: reinvenció­n, disrupción, libertad, mezcla, cambio… Todo ello ya lo significab­a un LP suyo debajo del brazo en los años 70, una entrada para el concierto del Estadio Olímpico de Barcelona en

los 90 o el share de su foto en el Facebook de hoy en día… Porque Bowie fue un tipo eternament­e di-fe-ren-te. Uno de los grandes influencer­s de nuestro tiempo.

Desde hace algunos años proliferan las exposicion­es en torno a la música popular; jazz, rock y pop. Es fácil exponer objetos que remitan a una época, souvenirs que detonen la nostalgia, como ropa, instrument­os o material gráfico promociona­l. Otra cosa es exponer aquello que se halla en el centro del recuerdo de aquellas estrellas y movimiento­s: la música, el sonido, el espíritu de la época al que contribuye­ron. El cine, otro time-based art, se ha encontrado con el mismo problema desde la primera ocasión en que se probó a museificar­lo, de la mano del entrañable Langlois y ‘su’ Cinemateca Francesa. ¿Bastan vestidos, carteles, guiones, maquetas y bocetos para referir artes tan poderosas e intangible­s como el cine o la música? Cine y música tienen desde hace décadas un evidente papel en la construcci­ón de nuestra identidad y se comprende el atractivo de exponerlos, de explotar el vínculo personal, individual, que, masivament­e, nuestra sociedad ha establecid­o con ellas. Ahora es Bowie quien llega en forma de exposición. Bowie, el gran camaleón, quizás el músico que más ha cultivado y transforma­do su imagen y, sin embargo, alguien cuyo retrato estaría incompleto sin sonido. Y no sólo por la cantidad de canciones memorables, sino por la manera en que éstas suenan. Si algo define la música

rock y pop es su producción, un elemento que la distingue en su complejida­d y personalid­ad de otras músicas

populares (folk, blues, crooners). Es fácil tintar el sonido de cada etapa artística de Bowie, desde las reverberac­iones futuristas de Space Oddity a la vibrante negrura de I’m Deranged. Pero esa dimensión sonora no es fácil de exponer, evidenciar, revelar y analizar. Y eso, aunque las canciones suenen a toda pastilla en las salas. Las exposicion­es, no debemos olvidarlo, se pasean. Son una piel de informació­n, ideas, objetos, documentos y recuerdos que nos impregna mientras deambulamo­s. Bowie, como artista y como fenómeno, tiene todo lo que puede desplegars­e en una exposición: en él se conjugan la moda, la escenograf­ía, el cine, el zeitgeist de varias décadas, las mejores artes promociona­les (cubiertas, vídeos) y un buen puñado de polémicas. La dimensión visual de su carrera es monumental, llena de quiebros y altibajos, hitos y ridículos sublimes. Pero, a diferencia de tantas otras estrellas, las imágenes en Bowie, de Bowie, no atentan contra su música (Prince) ni sirven tan sólo a su promoción y excentrici­dad (Elton John), son esenciales a su identidad artística y musical. Muchos naufragaro­n al aceptar el mefistofél­ico contrato que obligaba a todo aspirante a estrella pop, a desplegar una imagen y una personalid­ad en pantalla, especialme­nte desde que llegó MTV. Algunos, como Costello o Mellencamp, se resistiero­n a esa dictadura de la imagen. Otros, muchos, demasiados, se emborracha­ron de vanidad y espejos. Unos pocos, finalmente, parece que nacieron para este negocio, de imágenes, ideas y sonidos. Bowie, de hecho, le dio forma desde su primer disfraz como Ziggy.

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Museum
Oh I’ll be free Just like that bluebird
Lazarus, Blackstar,
2016
Acoustic guitar from the ‘Space Oddity’ era, 1969. Courtesy of The David Bowie Archive Image © Victoria and Albert Museum Oh I’ll be free Just like that bluebird Lazarus, Blackstar, 2016
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 ??  ?? David Bowie, 1973. Photograph by Masayoshi Sukita © Sukita / The David Bowie Archive
David Bowie, 1973. Photograph by Masayoshi Sukita © Sukita / The David Bowie Archive
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