Canciones para entender el mundo
Amores modernos y detalles sórdidos
Glam rock, rock psicodélico o art rock son alguno de los denominadores que se le atribuyen al tercer álbum de David Bowie, que lleva el nombre de The man who sold
the world, una de las canciones que acoge el disco y extensamente versionada por otros grupos desde su lanzamiento en 1970, hasta nuestros días. Este tema fue también uno de los éxitos de Nirvana del aplaudido álbum MTV Unplugged in
New York. Una canción de juventud, a la que Bowie siempre tuvo mucho cariño, que habla de ese embrollo de emociones, sentimientos, intuiciones e imaginación con el que hay que lidiar cuando uno está en el camino de entender su propia identidad. Como un poema iniciático, la letra de“The man who sold the world” recuerda esos versos que intentan dialogar entre las diferentes piezas desencajadas de ese yo impreciso de la temprana juventud. Pedazos de sensaciones llenas de aspiraciones y emotividad desbordante que no encuentra ningún lugar donde asentarse suficientemente a gusto. Bowie fue un gran lector, de gusto basto y experimental. Y de esa fricción entre verso y prosa y entre sonido y letra, Bowie consiguió las chispas encandiladoras y los fuegos artificiales de algo que muy pocos de sus más encumbrados colegas lograron. Porque Bowie fue --además de songwriter excelso-- un consumado creador de personajes aplicados a su propia y siempre cambiante persona. “Camaleónico”, probablemente, sea el adjetivo que más indiscriminada y frecuentemente se le adjudicó a su arte. Pero, también, el más fácilmente sintético y reductivo. Porque --de investigarse y releerse el mapa de sus libros fetiche y autores favoritos-- puede develarse un verdadero y muy bien orquestado programa creador en el que se descubre que, en verdad, todos los Bowie siempre fueron el mismo Bowie. Un Bowie maníaco-referencial compuesto por la aceleración de las partículas de otros, es verdad. Pero, finalmente y después de todo y de todos, un Bowie que --aunque ayer tocase el ocultista Alesteir Crowley, hoy el cut-up de William S. Burroughs, y mañana las nínfulas de Vladimir Nabokov o las brujas de Angela Carter-- siempre iba a dar a la singular e indivisible personalidad y persona de sí mismo. De este Bowie y de todos ellos --y de todo ello y de muchos y mucho más; analizando letras y vídeos y portadas-- dará cuenta esta conversación en la que Santi Carrillo y Rodrigo Fresán flotarán, ingrávidos y agudos, por la biblioteca desorbitada del Mayor Tom.
Publicity photograph for The Kon-rads, 1966. Photograph by Roy Ainsworth Courtesy of The David Bowie Archive Image © Victoria and Albert Museum Hay algo inquietante e incomprensible en el hecho de que --entre todos los muchos y con muy diversa suerte rockers que de un tiempo a esta parte se lanzaron a la escritura de más o menos mentirosas biografías o menos o más auténticas ficciones-- haya sido justamente David Bowie quien no se haya apuntado a la tendencia. Porque Bowie era el candidato obvio. No sólo se sabía que Bowie siempre había sido un gran lector (la leyenda urbana aseguraba que procesaba hasta ocho volúmenes al día; una de las salas de la mega-expo David Bowie
is está dedicada a la centrifugación de sus libros; y su necrológica supo ser acompañada, en recuadro, por una lista de sus cien libros favoritos) sino que, además, había sido un consumado y consumido “compositor” de grandes personajes y personas. Transparentes máscaras como --entre otras-- la del Mayor Tom, Ziggy Stardust y su auto-secuela Aladdin Sane, Halloween Jack, el Thin White Duke, esa especie de MTV Gatsby por las noches con luna seria de Let’s
Dance, Nathan Adler, hasta al casi póstumo hombre que vuelve a caer a la Tierra en Lazarus. Todos ellos sin olvidar que, en realidad y en el principio de todas sus cosas, David Bowie había sido el producto primario y original de un tal David Robert Jones. Pocos como él --además, Bowie llevaba años retirado de la vida pública y tenía mucho tiempo libre-- podrían haber dado cuenta con gracia y talento de los curvas de su obra y las rectas de su existencia. Me pegunto si en esta ausencia voluntaria había algo de la timidez de no querer plantarse en los estantes junto a sus ídolos o mucho de la soberbia de quien se consideraba más allá y por encima de esos caprichos exhibicionistas a cambio de contratos editoriales millonarios. Probablemente un poco de ambas cosas a las que añadir, seguramente, una coartada perfecta e incuestionable: Bowie escribió todo lo que quiso escribir en canciones como relatos perfectos o álbumes de aliento novelesco yendo del romanticismo vintage para llegar a lo más experimental y críptico sin por eso privarse de la sencilla pero nunca alegría saltarina del pop más inmediato y pegadizo. Pocos artistas en verso o en prosa han sabido captar y capturar la euforia del descubrirse enamorado y caído en el amor (en Modern Love oen Absolute
Beginners), la épica íntima pero aún así histórica (Heroes), la soledad redimida por el consuelo visionario y la buena compañía de lo maníaco-referencial o la nostalgia de saberse cerca del final en las preguntonas Life on Mars?”o Where Are We Now?, donde se escucha ese “Paseando a los muertos” como gran metáfora del hacer memoria antes de descansar en paz. Pero además --y, para mí, por encima de todo; lo que hace de Bowie una gran narrador más allá de los géneros-- esos momentos perfectos donde interrumpe lo que se está emitiendo, donde entra y sale y vuelve a entrar. Instantes preciosos en los que Bowie --con esa voz de Bowie y como si fuese el más alienígena de los decimonónicos-- nos explica a los oyentes/lectores lo que está pasando y lo que va a suceder. ¿Mi favorito? Sin dudas, en Ashes to Ashes; cuando Bowie, auto-referencial, quiebra la narración de un nuevo capítulo de su saga cosmo-yonqui, para advertirnos aquello de “Detalles sórdidos a continuación”. Y fueron y son y seguirán siendo, también, detalles geniales. De todos los Cuestionarios Proust publicados por la revista Vanity Fair mes a mes en su última página, el que se le hizo a David Bowie es el único (escritores e intelectuales incluidos) donde se responde a la pregunta “¿Cuál es su idea de la felicidad perfecta?” con un categórico “Leer”. Más adelante, interrogado en cuánto a qué es lo que más le gustaba en la personalidad de un hombre o de una mujer, Bowie no dudó: “Que devuelva los libros que se le prestaron”. Pues eso.