La Vanguardia

Diecisiete años

- Pilar Rahola

Esas edades de los hijos, que no son edades sino trampas de la vida, porque los hijos no crecen nunca, incluso cuando crecen demasiado.

Y de todas ellas, una que reluce más que las otras, vayan a saber por qué. Quizás los mitos heredados, los poetas que la cantan. Los dieciocho son esa línea fina, esa frontera en el límite de algo, esa edad intensa.

Pero no. Quizás los dieciséis, tan delicados, tan enigmático­s. Tampoco.

Y sin saber por qué, llegan los diecisiete y se congela el aliento, ¡uauh!, ¡ya!, y ese runrún en el estómago que roe nuestro instinto de protección, cuidado, que se nos hace mayor nuestra niña... ¿cómo pasó?

Y aquí estoy, en un intento fallido de explicarlo. La contemplo en su belleza insolente, en su despreocup­ada felicidad, y la mezcla de orgullo y miedo se enquista en la mitad de la garganta, allí donde mueren los gritos que no queremos gritar. Y, sin embargo, gritaríamo­s, ¡no, para!, ni se te ocurra dejar atrás esa niñita deliciosa que paraba el mundo cuando lo miraba con sus bellos ojos rasgados. Pero no hay nada más implacable que la biología, y aunque queramos retener a la niña que fue, hay una adolescent­e que pide paso, como una intrusa, está aquí, con su bandera en medio de la plaza, reclamando su tiempo, convertida en la escriba del libro de su vida.

Quizás es eso, esa capacidad de los diecisiete para tocar la campanita, nong, nong, se nos va, ya no seremos sus sabios de los deberes, sus infalibles ante las dudas, sus héroes de los cuentos. Otros llegaron que picaron a la puerta y entraron sin permiso, sus amigos, sus novios, sus universos ajenos. Y aunque metamos la nariz por la ranura, así despacito, perdón, permiso, somos extranjero­s en ese mundo desconocid­o. ¿Cómo pasó? Y pasó, y ahí está escuchando consejos de otros, ¿quiénes son?, y mirándonos con cara de niña mayor, que sí, que lo sé, que no mamá, que tú no entiendes. Pero si lo entendíamo­s todo, pero si éramos el guardián de su mundo…

Es cierto que todo esto pasó antes, a los catorce, a los quince, ¡ay!, a los dieciséis… se iba yendo... pero los diecisiete son como una puerta que se cierra tras la puerta, esto va en serio, se escapa de entre los dedos, llegó el día, dejó de ser una niña, creó su mundo. Y al mirarla con el sonsonete de la nostalgia, la tristeza intenta reinar en el momento, el tiempo pasado, sus inocencias… Pero entonces me mira, ¡está tan bella!, y de golpe todo miedo se desvanece. No, nunca se irá, porque la niña que fue está en ella, dulcifican­do sus aristas, construyen­do su madurez.

Y entonces me doy cuenta de que siempre seré la heroína de esa niñita que habita en ella, aunque ahora sólo sea su madre. Ahí estaré siempre, vigilando sus miedos, protegiend­o sus retos, infatigabl­e, imperecede­ra. Y cuando ella necesite mirar hacia adentro, y por Dios que lo necesitará, siempre me encontrará atenta. Mi hija, mi bella joven, mi niña.

Ya no seremos sus sabios de los deberes, sus infalibles ante las dudas, sus héroes de los cuentos

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