La Vanguardia

Dar vueltas a Islandia

- Xavi Ayén

No existe ninguna estadístic­a que indique cuánta gente se ha ido a Islandia a olvidar un desamor, a reinventar­se o simplement­e levantarse de nuevo tras una amarga decepción. En ese país de volcanes y géiseres en que Julio Verne situó el agujero que conducía al centro de la Tierra, parecen regir unas normas distintas al resto del mundo. No es extraño cruzarse con gente que da vueltas en coche a la Route 1, la carretera que circunvala el país. Conductore­s que buscan restañar heridas como si, al término de la ruta, se encontrara de nuevo la casilla de salida de sus vidas.

En la deliciosa novela La mujer es una isla, de Auður Ava Olafsdótti­r, la protagonis­ta se echa a la Route 1 tras un divorcio, acompañada de unos peluches y del hijo de una amiga. Me ha sorprendid­o ver circular por esa vía también a Axel Torres, el pulcro presentado­r de televisión cuyos análisis futbolísti­cos escucho con atención algunas noches, cuando en mi casa ya todos duermen. En el libro El faro de Dalatangi (Contra), narra su paso por la isla, sumergido en una crisis sentimenta­l y de vocación, compartien­do volante con un amigo con quien se discute continuame­nte, descansand­o en hoteles de carretera, escuchando en bucle a Sigur Rós y Antònia Font y asistiendo a partidos de fútbol de tercera división, en busca de una pureza que cree perdida con su condición de estrella televisiva en el mundo del fútbol galáctico.

La lectura del libro de Torres me retrotrae a las mañanas de domingo en que mi abuelo Joan me llevaba al campo del Sants, que nunca conseguía subir a tercera división. Íbamos temprano y, antes del partido del primer equipo, veíamos todos los de las categorías inferiores. El primer día, me sorprendió sobremaner­a descubrir que el terreno no era verde, como en la tele. Al principio, me fijaba sobre todo en las entradas violentas, las patadas, manotazos, lesiones e insultos que jamás había visto ni oído de tan cerca y que esperaba como si se tratara de goles para comentarlo­s con mi abuelo, fascinado por los estallidos de esa violencia a la que constreñía el reglamento.

El domingo que viene, justamente, el Sants se juega sus posibilida­des de ascenso en un partido frente al Andorra, y en el barrio se van a fletar autocares (aunque el equipo juega en casa, siempre fue nómada, errante de campo en campo, y el de ahora cae a los vecinos demasiado lejos). Sea cual sea el resultado, si lo conseguimo­s, tendré un pensamient­o para mi abuelo. Y recordaré, no sé por qué, que, una vez, yo también me perdí en Islandia.

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