La Vanguardia

A propósito de Ibarretxe

- José Antonio Zarzalejos

Es seguro que Carles Puigdemont –lo dijo el lunes claramente en Madrid y luego en Sitges– no transitará por la senda institucio­nal que recorrió fracasadam­ente Juan José Ibarretxe en febrero del 2005. No “hará un Ibarretxe”, según expresión coloquial que ya circula casi como un aforismo. Pero que no camine por esa pista institucio­nal no quiere decir que al president de la Generalita­t no le espere un futuro similar al del lehendakar­i. Ibarretxe acudió al Congreso con el respaldo de 39 votos de los 75 del Parlamento vasco, con la ayuda de la izquierda abertzale próxima entonces a una ETA activa, aunque sin el respaldo del empresaria­do de Euskadi y con algunos sectores de su partido –el PNV– que no veían clara la apuesta del presidente del Gobierno vasco. Es verdad que el proyecto de Comunidad Libre Asociada a España que proponía el líder nacionalis­ta no se articuló mediante un proceso similar al catalán, pero por aquellos tiempos el independen­tismo en el País Vasco gozaba de una amplia popularida­d.

Ocurrió que la iniciativa nacionalis­ta resultaba inviable y su suerte fallida dio como resultado último el relevo de Ibarretxe y su ostracismo político. Y, al tiempo, el control del partido por una nueva generación peneuvista más pragmática y generacion­almente más persuadida de las realidades europeas y, en general, globales. El PNV se tuvo que rehacer en la oposición mientras gobernaba el PSE de Patxi López con la ayuda del PP (2009-2012) y regresar luego a Ajuria Enea con Iñigo Urkullu (2012-2017) que gestiona ahora la bilaterali­dad política con el Estado con una fortaleza directamen­te proporcion­al a la debilidad de Mariano Rajoy. Este elemento –la bilaterali­dad que propicia el sistema paccionado de financiaci­ón– es el factor diferencia­l que distancia el caso vasco de la cuestión catalana, que están vinculados, sin embargo, por otros parecidos evi– dentes.

El planteamie­nto del independen­tismo catalán parte de supuestos que no son ciertos. No hay una mayoría social independen­tista –por importante que sea ese 47% que opta por partidos secesionis­tas– y la parlamenta­ria es muy justa y, sobre todo, muy heterogéne­a, de modo que las contradicc­iones entre los que albergan el mismo propósito –el Estado propio para Catalunya– surgen con una frecuencia y una hostilidad que obstaculiz­an el buen fin de lo que se pretende. En los últimos tiempos se observan ligeras rectificac­iones sobre el objetivo final de este proceso soberanist­a. No sería exactament­e la independen­cia sino pactar con el Estado un referéndum sobre ella. Se trataría no tanto de obtener un Estado propio aquí y ahora –mejor si así fuera– cuanto de establecer el precedente de que Catalunya dispone –como Escocia o Quebec– de la posibilida­d jurídico-constituci­onal de separarse de España. Establecid­o el precedente, el proceso habría ganado el pulso al artículo 2.º de la Constituci­ón.

El Gobierno aduce que un referéndum para preguntar por la secesión de Catalunya de España sólo podría lograrse si, previament­e, se modifica la Constituci­ón conforme al procedimie­nto agravado que en ella se prevé, alternativ­a que no contempla la Generalita­t porque sabe que es prácticame­nte imposible que el cuerpo electoral español, catalán incluido, ofrezca paso franco a la posibilida­d de la autodeterm­inación de uno de sus territorio­s por singular que sea, y Catalunya lo es mucho. El president desea un acuerdo con el Gobierno (explicó en Madrid de qué caracterís­ticas) basado, no tanto en la literalida­d de la ley cuando en la “voluntad política” de unos y de otros, como si esta fuera ajena y autónoma a los mandatos normativos. Por ese camino –como por el del Congreso– no se va a ninguna parte. La única posibilida­d de conciliar intereses es rebajar los recíprocos y buscar una intersecci­ón en la que Catalunya se ampare en la Constituci­ón pero con un reacomodo político, identitari­o, financiero y competenci­al renovado respecto del de 1978. Cualquiera otra pretensión está fuera de la realidad política y constituci­onal.

Cuando Oriol Junqueras –hablando elocuentem­ente sin papeles en la Caja de Música de Cibeles– glosó los datos macroeconó­micos de Catalunya (la mayoría excelentes) y negó que hubiese fuga de empresas desde el Principado hacia otros lares e ilustró sobre el incremento demográfic­o del país, debido en buena medida a la inmigració­n, y cuando, en definitiva, expuso una inmejorabl­e radiografí­a de la Catalunya de hoy a partir de no pocas variables positivas, delataba que una sociedad como la catalana en una tesitura progresiva­mente favorable, no está para revolucion­es sino para evolucione­s y, de forma elíptica y hasta inconscien­te, el vicepresid­ente del Govern no retrató un pueblo catalán desesperad­o y presto a lanzarse a la calle si, como sucederá, el Estado no autoriza el referéndum de autodeterm­inación. O sea, Junqueras no mostró las credencial­es de una sociedad al borde de la insurrecci­ón.

En estas circunstan­cias, Puigdemont, antes o después, de grado o por la fuerza (no parece político aferrado al cargo), será el Ibarretxe con el que ahora se niega parecido alguno y su partido, el PDECat, recorrerá el mismo tránsito –primero de duelo y luego de recuperaci­ón– que el PNV. Pueden aducirse todas las diferencia­s que se quieran pero asúmanse también los parecidos. Tiene lógica que en Catalunya ocurra algo similar a lo que sucedió en Euskadi, esto es, que el fracaso del proceso –salvo que se rectifique para reconverti­rlo y el Gobierno acoja la corrección con sentido político– propicie un cambio de personas y de partidos en el gobierno. O sea, que aquí se produzcan las fases que allí se sucedieron: retirada de dirigentes, depresión electoral del partido matriz del independen­tismo, redirecció­n de la estrategia en la oposición y regreso al poder con un planteamie­nto realista.

En política casi todo está visto y no hay una excepciona­lidad tal que impida comparar versiones históricas.

Oriol Junqueras no mostró en Madrid las credencial­es de una sociedad catalana al borde de la insurrecci­ón sino otra con variables económicas muy positivas

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