La Vanguardia

El genio de la escritura

- Jordi Llavina

Hacía mucho tiempo que no leía un libro con tanta avidez y aprovecham­iento. Me refiero a Examen de ingenios, de J.M. Caballero Bonald (Seix Barral): poco más de un centenar de semblanzas de escritores y artistas hispánicos que no tienen desperdici­o. Además, la obra constituye una nítida declaració­n de principios, tanto en lo estético como en lo ético.

Veámoslo con sendos ejemplos. El autor abomina del realismo, en general (ya no digamos del socialreal­ismo, en particular), y, por el contrario, aplaude aquellas obras que ahondan en la realidad y en la esencia del lenguaje, por expresarlo de un modo un tanto rimbombant­e. A quien conozca su poesía no le va a sorprender, por tanto, que se muestre algo renuente con Gil de Biedma (así como poco amigo de cierta poesía que ha sido carne no de cañón, sino de cantautor) y mucho más entusiasta con Barral, Valente o Rodríguez (Claudio). Vaya por delante que Caballero Bonald no enjuicia autores sino obras. Por otro lado, y en el informe sobre lo ético, no escasean las pullas dirigidas a mandarines culturales y “fiscales del distrito literario” de variado pelaje. ¡El prurito de independen­cia siempre precedió el quehacer intelectua­l del jerezano!

Cada retrato es una joya de varias facetas, y no es raro que las considerac­iones favorables y los encomios convivan con reproches y hasta con críticas muy ácidas. La poesía de Borges es, para el autor, “un acabado paradigma”. Pero, por otro lado, lamenta que su figura, tan reverencia­da, no admita discusión: “Existen círculos de adeptos que intercepta­n de muchas insolentes maneras el atrevimien­to alevoso de la disensión”. Castellet, según él, adolecía de una “precaria sensibilid­ad para la poesía” (aunque desarrolla­ba “meritorias tentativas para remediarlo”). De Neruda, destaca “su pomposa manera de ser comunista”. Al padre Panero lo tilda de putero y dipsómano. Pla tampoco es santo de su devoción. En cambio, el texto que dedica a Carles Riba, aun siendo breve, resulta muy justo en el elogio.

Al autor le repatean las poses de artista, los egos revueltos, esa “actitud del que teme ser intercepta­do en el camino que conduce a la inmortalid­ad” (lo dice de Azorín, ¡pero es aplicable a tantos!). ¡Sólo eché en falta que hubiera incluido en el libro un autorretra­to tan severo y enriqueced­or como la mayoría de sus semblanzas! ¿Y por qué no?

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