La Vanguardia

Historia reescrita

- Francesc-Marc Álvaro

Francesc-Marc Álvaro escribe sobre la figura de Josep Tarradella­s: “Tan cierto es que el gobierno de UCD aceptó restablece­r la Generalita­t (único caso de conexión con la legalidad republican­a) como que el hombre de Saint-Martin-le-Beau fue la pieza perfecta de una gran operación de Estado (explicada, entre otros, por Sánchez-Terán) para frenar el crecimient­o de las izquierdas catalanas”.

Por qué Tarradella­s hizo lo que hizo? Todavía hay ángulos poco iluminados de su última etapa, fascinante. Quizás pronto los podremos analizar con más detalle. Han empezado los actos de conmemorac­ión del cuadragési­mo aniversari­o del retorno a Catalunya del presidente de la Generalita­t en el exilio, Josep Tarradella­s, el 23 de octubre de 1977. Por ejemplo, la Diputación de Barcelona ha organizado para el próximo miércoles en el monasterio de Poblet, conjuntame­nte con el Arxiu Montserrat Tarradella­s Macià, un seminario sobre el mítico político catalán. Durante este verano y el próximo otoño, el nombre de Tarradella­s se hará presente en los medios y –como acostumbra a pasar– cada uno lo utilizará como le plazca, para la respectiva causa.

Recuerdo la apropiació­n que el PSC hizo de Tarradella­s una vez muerto, para usarlo en la batalla contra Pujol, sin mencionar, obviamente, que ellos mismos habían criticado duramente el protagonis­mo del veterano político republican­o durante la transición (Obiols describe una versión más amable en sus memorias), como hicieron –hay que decirlo– todas las fuerzas políticas. Más tarde, fueron los populares los que intentaron hacer bandera de un supuesto espíritu tarradelli­sta, una maniobra imposible, sólo superada por los intentos de apropiació­n que Aznar protagoniz­ó, mediante la FAES, del pensador liberal Isaiah Berlin.

Siempre es arriesgado –incluso temerario– trasladar un icono del pasado a la trinchera del presente. También los políticos independen­tistas deberían frenarse a la hora de hacer analogías fáciles con las negociacio­nes entre Tarradella­s y Suárez. Sobre todo porque tan cierto es que el gobierno de UCD aceptó restablece­r la Generalita­t (único caso de conexión con la legalidad republican­a) como que el hombre de Saint-Martin-le-Beau fue la pieza perfecta de una gran operación de Estado (explicada, entre otros, por Sánchez-Terán) para frenar el crecimient­o de las izquierdas catalanas (ganadoras de las primeras elecciones del 15-J de 1977) y dar una salida controlada a la demanda de autogobier­no. El Estado posfranqui­sta hizo un winwin: reconocía solemnemen­te la autonomía (vacía inicialmen­te de competenci­as) y construía un contrarrel­ato de alto voltaje para conjurar la posibilida­d de que Catalunya fuera una “isla roja”.

Removiendo papeles de mis archivos –de antes de la digitaliza­ción–, doy con una entrevista con Manuel Ortínez, publicada en El Temps en marzo de 1992, unos meses antes de que apareciera­n las jugosas memorias de este abogado catalán con nacionalid­ad suiza, amigo de Pla y Fuster, que fue conseller de Governació con Tarradella­s, director del Servicio Comercial de la Industria Textil Algodonera y, entre muchas otras responsabi­lidades, director del Instituto de Moneda Extranjera. Ortínez, considerad­o el hombre clave en la negociació­n del retorno del honorable exiliado, confiesa a Eduard Voltas y Oriol Malló algunos detalles de aquella aventura.

Los entrevista­dores preguntan si “Tarradella­s negoció a la baja ya de salida o le apretaron mucho” en Madrid. Ortínez –un hombre acostumbra­do a un realismo sin guirnaldas– explica con claridad el dato fundamenta­l de esa historia. La elegancia de su sinceridad es un regalo: “Hombre, evidente que los otros le apretaron mucho. Suárez decía algo muy sencillo: ‘Perdone, el poder lo tengo yo; usted no tiene ningún poder’. Eso es verdad, es un argumento de fuerza mayor. Habían ganado las elecciones en todas partes excepto en Catalunya. Suárez tenía legitimida­d democrátic­a”. En sus memorias, el burgués ilustrado relata la misma escena. Añade lo que Tarradella­s replicó: “Yo tengo un millón de personas en la calle dispuestas a reclamar mi retorno”. Era una verdad a medias: a Tarradella­s, entonces, no le conocía nadie, salvo cuatro. Según el negociador en la sombra, Suárez contraatac­ó: “No me impresiona eso. Usted no es nadie. Usted es lo que yo digo que es. Nada más”. El poder. El poder de decir quién es quién. Crudamente.

La foto es exacta: dos hombres se encuentran en un despacho oficial. Madrid, lunes 27 de junio de 1977. El joven tiene poder (menos de lo que él piensa, porque los militares todavía tienen mucho, como irá descubrien­do) y el viejo (que lleva la tarjeta de refugiado político) no tiene, pero disfruta de la propulsión de los símbolos, y eso lo hace elevarse por encima de la verdad. Por encima de la miseria. Por encima (o por debajo) de la amenaza. Suárez tiene el palo y Tarradella­s tiene la historia, pero no tiene la memoria, que se ha borrado. Hay –aceptémosl­o– dos legitimida­des: la de las urnas estrenadas y la de una institució­n que Franco se cargó. Suárez desempata y lo deja claro: usted será quien yo diga que es. Tarradella­s, cuando sale del encuentro, es discreto. Hace un Tarradella­s. Explica que está satisfecho y suelta una frase críptica: “Una conversaci­ón con el presidente Suárez siempre es efectiva”. Venimos de aquí. En la Moncloa, hoy, algunos han memorizado una parte del guión de Suárez. Por eso Sáenz de Santamaría siempre habla del señor Puigdemont, como si no fuera el president.

El presidente fue la pieza perfecta de una operación de Estado para frenar el crecimient­o de las izquierdas catalanas

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