El hombre con el amor propio inflamado

CUENTAN que Donald Trump se animó a presentar su candidatura a la presidencia de Estados Unidos tras la cena de corresponsales de la Casa Blanca celebrada en abril del 2011. Estos ágapes son una tradición en Washington y, en su transcurso, el ocupante del despacho oval hace un monólogo –propio del Club de la Comedia– donde acostumbra a bromear sobre los periodistas, sus rivales e incluso sobre sí mismo. Aunque nada está improvisado e ilustres guionistas colaboran en el guion presidencial, estos soliloquios son la prueba del nueve del ingenio y de la empatía de los mandatarios. Pues bien, hace seis años, cuando Donald Trump presentaba un concurso televisivo de telerrealidad, Barack Obama comentó en tono jocoso la idea de que el empresario presentara su propia candidatura, al tiempo que bromeaba sobre su mal gusto, su obsesión por los falsos rumores y su estilo disparatado. E incluso se permitió decir que el mundo podía estar tranquilo porque hasta él sabía que no estaba llamado para estos menesteres. Trump se picó y decidió demostrar a todos que podía hacerse un nombre en la política. Se refirió a ello en un mitin durante la pasada campaña: “Durante años, algunos se han reído de mí, pero ahora ya no se ríen tanto”.

En política, provocaciones las menos, porque cualquier insensato acaba llegando a lo más alto y porque los electores no son fiables. Y está bien que se indignen, pero no que se disparen a los pies (ni propios ni ajenos). El filósofo Aaron James dice de Trump que es un hombre con el amor propio inflamado y muy preocupado por la imagen que los otros tienen de él, sobre todo porque aspira a convertirse en un ser superior. La cara de felicidad con que anunció que retiraba a su país del acuerdo de París en el jardín de la Casa Blanca es propia de quien se va a tirar por la ventana convencido de que va a volar. Trump se desentiende del planeta, cuando el planeta aspira a desentenderse de él.