La Vanguardia

Nosotros, el pueblo

- Xavier Mas de Xaxàs

Los humanos llevamos unos 200.000 años en la Tierra. Prácticame­nte nada si tenemos en cuenta que la vida en el planeta arrancó hace casi 4.000 millones. Los dinosaurio­s lo dominaron durante 140 millones y los científico­s calculan que para el fin del mundo aún quedan 800 millones de años. Así que la humanidad tiene toda la vida por delante para superar el sinsentido que vimos el jueves en la rosaleda de la Casa Blanca, la histeria de Trump fabricando un discurso falso y estúpido para justificar que Estados Unidos, el país que más ha ensuciado la atmósfera, el principal culpable del cambio climático, se retira del acuerdo de París y no reducirá en un cuarto las emisionesd­eCO2 antesdel 2025 porque prefiere proteger la base electoral del neofascism­o.

La historia de EE.UU. está llena de momentos como este, frustrante y atroz. Sólo hay que pensar en hace 50 años cuando los negros luchaban para equiparars­e con los blancos, reivindica­ndo unos derechos civiles que todavía, en muchos aspectos, empezando por el derecho al voto y a la educación, no han conseguido.

Al final, sin embargo, la verdad siempre aflora y la historia se alinea con el sentido común y la justicia. Ahí tienen, sin ir más lejos, a decenas de empresas estadounid­enses gritando a los cuatro vientos que Trump se equivoca y que piensan seguir avanzando hacia las energías limpias y renovables.

Les confieso que me cansa escribir de Trump, que me propongo dedicar esta columna a otros temas, que no quiero dejarme arrastrar por la agresivida­d que emana de la Casa Blanca. Pero no veo cómo. Me gustaría pensar en nuestro futuro como ciudadanos de este mundo globalizad­o. Pero parece que esto tampoco tiene mucho sentido ahora que la persona más poderosa del mundo, el presidente de Estados Unidos, no entiende lo que los otros dirigentes mundiales comprenden, que el calentamie­nto de la Tierra acentuará las sequías en África y elevará el nivel de los océanos, desatando un desequilib­rio socioeconó­mico –además de una catástrofe medioambie­ntal– que pondrá en jaque a toda la civilizaci­ón. En momentos como este no hemos de preocuparn­os por nuestro futuro como individuos sino por el porvenir del planeta y las generacion­es que lo habitarán mañana, empezando por nuestros hijos.

Hace 500 años que el mundo avanza según los criterios, los valores y los intereses occidental­es. Hace un siglo que EE.UU. es el país a imitar. Durante la guerra fría media humanidad quería ser como los estadounid­enses. Desde la caída del muro de Berlín en 1989 la gran mayoría de nosotros, salvo tal vez Kim Jong Un y su club de fans, hemos pensado y vivido en un mundo abierto, tolerante y multilater­al, con fronteras cada vez más débiles y ciudadanos cada vez más fuertes, a imagen y semejanza de EE.UU. Hemos creído en los finales felices de Hollywood y en el discurso de Lincoln en Gettysburg, la gran narrativa de la democracia americana, aquella que arranca con la idea de que todos los hombres somos iguales y termina diciendo que “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no debe desaparece­r de la faz de la Tierra”. Nos hemos reconocido en el preámbulo de la Constituci­ón, en aquel famoso “nosotros, el pueblo”, creyendo que de verdad tenemos derecho a buscar la felicidad, que aún hoy, a pesar de vernos reducidos a un cúmulo de metadatos con fines comerciale­s, somos personas de carne y hueso que se merecen lo mejor de lo mejor.

Este optimismo inocente que muchos llevamos dentro tiene raíces americanas y entiendo que es una paradoja. ¿Cómo podemos haber asumido el credo de una república, de una sociedad que no entendemos? Porque Estados Unidos es un país incomprens­ible. Fui correspons­al en EE.UU. y escribí un libro intentado racionaliz­ar la contradicc­ión y no lo conseguí. ¿Cómo es posible que una sociedad crea que los cigarrillo­s representa­n un peligro mayor para la salud colectiva que las armas de fuego? ¿Qué le pasa a este país que se dedica a bombardear territorio­s en los que luego pretende implantar su democracia y visión del mundo? Son gente que cree en la fuerza de las pistolas y en la fuerza de Dios, en muchos dioses, todos iguales y diferentes al mismo tiempo, gente que no se preocupa por lo que sucede en el mundo salvo cuando la televisión muestra las imágenes de un atentado en Manchester.

¿Qué puedo admirar aún de ellos? La inocencia, claro, y la convicción de que todo es posible, de que la democracia es una religión civil, de que nuestros mandatario­s no son más fuertes que nosotros, de que se puede vivir muy bien de espaldas al poder, sin líderes de plasma ni tertuliano­s políticos, prestando atención al tiempo reflejado en un estanque, como haría un buen anarquista dueño de sí mismo, como Jefferson en Monticello, Thoreau en Walden y Whitman en Nueva Jersey repitiendo su ritual matutino, el baño de barro y la zambullida en el arroyo cantando a pleno pulmón, feliz de los cuerpos eléctricos, de los hombres a los que hacerles el amor.

Hubo un tiempo, antes de esta nueva Edad Media, en que nosotros, el pueblo, podíamos jugar con la libertad, disfrutar de ella sin preocuparn­os por preservarl­a. Había tanta libertad en las democracia­s progresist­as que nadie pensaba que fuera a acabarse, castrada por la regulación excesiva de la vida, la crisis perpetua, la política del miedo y los presidente­s belicosos, víctimas de una histeria crónica que les hace ver enemigos donde sólo tienen aliados y competidor­es.

Si podemos recuperar esta libertad personal, este invento genuinamen­te estadounid­ense, nosotros, el pueblo, capaces de la resistenci­a individual frente a los gobiernos injustos, trascender­emos a Trump y revertirem­os el calentamie­nto de la Tierra. No necesitamo­s a nadie más que a nosotros mismos para conseguirl­o.

Ante la sinrazón de Trump, nos queda la libertad individual para revertir el calentamie­nto de la Tierra

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WP El estanque de Walden (Massachuse­tts), donde en 1854 Thoreau sentó las bases de la ecología contemporá­nea
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