Ocho muertos en Kabul en una protesta contra el último atentado
La policía impide a tiros que la marcha se acerque al palacio presidencial
Una concentración de protesta en Kabul, en el mismo escenario de la matanza terrorista del miércoles, degeneró ayer en una nueva tragedia cuando los antidisturbios impidieron a sangre y fuego que se acercara al palacio presidencial. Un hospital gestionado por italianos declaró haber recibido cinco cadáveres, mientras que un diputado eleva el número de fallecidos a ocho, a los que hay que sumar una quincena de heridos. Víctimas, todos ellos, de los gases lacrimógenos y de las balas, después de que los cañones de agua no bastaran para contener a un centenar de manifestantes que la emprendió a pedradas.
Entre las víctimas mortales se encuentra el hijo del vicepresidente del Senado, de Jamaat-eIslami. La manifestación, que por la mañana contaba con familiares de las víctimas del camión bomba (casi quinientos heridos y un centenar de fallecidos) y varias mujeres, se fue calentando con llamamientos a la dimisión del Gobierno del presidente Ashraf Gani. La punta de lanza de la protesta la constituían los seguidores tayikos de Jamaat-e-Islami, cuyo líder, Ahmad Zia Masud –hermano del histórico Ahmad Shah Masud, némesis de los talibanes– fue despedido como asesor de Gani hace quince días. Zia Masud critica que Gani haya cedido ya a los talibanes “más de la mitad de Afganistán”.
La incapacidad del Ejecutivo de Ashraf Gani para detener la violencia o para encontrar una salida política al conficto está en el punto de mira. Tanto durante el régimen de los talibanes como tras su caída, Kabul fue un relativo oasis dentro de Afganistán. Sin embargo, en los últimos años la capital afgana se ha convertido en un campo de batalla más, debido a los atentados suicidas, hasta el punto de que el distrito de Kabul es ya el que registra el mayor número de víctimas civiles, que el año pasado alcanzaron el récord de 3.500 personas (y 850 en lo que llevamos de año). Los manifestantes de ayer clamaban contra Haqani, el caudillo protegido en Pakistán a quien la inteligencia afgana culpa del atentado del miércoles. La presión popular podría llevar al presidente Gani a dar luz verde a la ejecución de once milicianos talibanes y de la red Haqani condenados a muerte. Esto a su vez hace temer por la vida de dos profesores, de Estados Unidos y Australia, secuestrados en agosto por los talibanes.
El régimen afgano pugna por ser algo más que un negociado en el que los viejos caudillos se reparten los fondos internacionales, con el vicepresidente segundo representando a los hazaras, el vicepresidente primero –ahora refugiado en Turquía– a los uzbekos, el director ejecutivo, Abdulah Abdulah, a los tayikos, y el presidente Ashraf Gani también a los suyos –es pastún del clan Ahmadzai y su esposa e hijos son estadounidenses.
La guerra de Afganistán, de mayor duración que la de Vietnam y de mayor coste que el plan Marshall, sigue siendo Eldorado para los contratistas extranjeros. Los generales quieren convencer a Trump de que la solución está en volver a poner más tropas sobre el terreno. Y la cosecha de opio bate récords año tras año.