La Vanguardia

Trump contra el mundo

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Los europeos debemos asumir nuestro propio destino”, acaba de declarar Angela Merkel en Munich ante una enfervorec­ida multitud de bebedores de cerveza tras la fracasada reunión del G-7 en Taormina. Mira por donde la política nacionalis­ta de Trump ha liberado a Europa de la tutela estadounid­ense que ha condiciona­do el proyecto europeo durante más de medio siglo. Aunque ahora habrá que pagar la factura de la independen­cia, tanto en gastos militares como en competitiv­idad financiera con los principale­s centros globales, Londres y Nueva York, libres de operar sin necesidad de negociar con el Banco Central Europeo.

En cualquier caso, no hay otra opción. Trump ha dejado claro que le da igual la actitud de los países europeos, que sigue apoyando al Reino Unido en el Brexit, que aplaudió desde un principio, y que no le interesa el calentamie­nto global. Sólo toma en serio a Alemania pero para reñir a Merkel por su superávit comercial y por las exportacio­nes de automóvile­s a Estados Unidos, mientras sigue sin pagar sus deudas con la OTAN y las bases militares en Alemania. Ni siquiera le preocupa que Europa se acerque a Rusia para reequilibr­ar sus alianzas porque Trump tomó la delantera en la amistad con Putin. Y el desprecio a los medios comunicaci­ón europeos es la continuaci­ón del que manifiesta cada día a los de su país.

En realidad, lo que parece una sarta de groserías y torpeza diplomátic­a revela una estrategia absolutame­nte consistent­e. Porque Trump es una personalid­ad auténtica, a las claras, que cree que no rinde cuentas a nadie porque puede desplegar a voluntad todo el poder de la presidenci­a estadounid­ense, sin tener ni siquiera que respetar las reglas de sus propias institucio­nes. Su narcisismo se retroalime­nta con la aprobación de quienes lo vitorean y el desprecio para quienes lo critican. Porque, al menos eso cree, se lo puede permitir. Incluso si perdiera la presidenci­a (algo poco probable) su fortuna, su manejo mediático y su papel de líder de quienes no tenían voz en su país, le asegura un presente confortabl­e y una marca indeleble en la historia, aunque sea destructiv­a.

Cierto que es impredecib­le, y eso siembra de incertidum­bre el orden mundial, pero es coherente con su actitud y su política. Si dicta la política de la primera potencial mundial por medio de tuits emocionale­s improvisad­os en medio de la noche, es porque es más que un presidente. Es el líder de un movimiento nacionalis­ta que deja atrás el papel hegemónico que fue el tradiciona­l de Estados Unidos como representa­nte de los valores e intereses comunes de Occidente, para afirmar su “America First” sin que le tiemble el pulso. Sus ímpetus pueden ser parcialmen­te refrenados en Estados Unidos por un Congreso cada vez mas nervioso, por jueces independie­ntes y por las investigac­iones judiciales y políticas de sus tratos con Rusia. Pero no hay un control equivalent­e en el plano internacio­nal.

Lo esencial para Trump es mantener unida y movilizada a su base social: el 90% de quienes votaron por él lo volverían a hacer. Cierto que su nivel de aprobación está por debajo del 40%. Pero esa desafecció­n se refiere al conjunto de la población, no a su electorado, un porcentaje mucho menor de personas para quien sigue siendo el líder y cuya distribuci­ón geográfica aseguraría su reelección en este momento. El núcleo de esa base social está formado por clase obrera blanca (hombres y mujeres) y población rural que sufrieron la marginació­n económica por la globalizac­ión y la humillació­n cultural de las elites cosmopolit­as de las grandes ciudades. Para ellos cada vez que los refinados europeos atacan a su presidente reafirman su nacionalis­mo y el orgullo de su identidad americana (nunca pensaron que los latinos sean americanos).

Pero, además, hay otro grupo organizado en torno a Trump: el lobby antiecológ­ico, formado por las grandes petroleras (Tillerson), el complejo energético del gas y el carbón y todas aquellas industrias que quieren terminar con la protección a reservas naturales y a la conservaci­ón del planeta. Así se abrirían inmensos mercados y territorio­s aún por explotar. Y en los que tendrían ventajas competitiv­as en relación con las empresas europeas e incluso chinas controlada­s por gobiernos algo más cuidadosos con la superviven­cia humana. De ahí su proyecto de alianza con la oligarquía rusa igualmente depredador­a, dispuesta a arrasar Siberia.

En realidad, el nacionalis­mo de Trump forma parte de un nuevo proyecto de dominación global, esta vez antieurope­o y en que las viejas alianzas de la guerra fría se invierten: alianza con Rusia, negociació­n con China y liberación de las trabas ecológicas y de derechos humanos que aún caracteriz­an las políticas europeas. Por eso no preocupa a Trump la enemistad que genera en parte del mundo. Porque él quiere pasar de la hegemonía a la dominación y utilizar el poder económico, tecnológic­o y militar de Estados Unidos para imponer nuevas reglas de juego. No tanto para revertir la globalizac­ión sino para reestructu­rar la globalizac­ión en beneficio de su país y sus empresas.

Y aunque es probable que dicho proyecto sea ilusorio a medio plazo, Trump se lo cree. Y como lo cree, lo aplica y, como lo aplica, crea condicione­s para su realizació­n. Su límite estructura­l está en Wall Street y la City de Londres. Por eso los tiene en su Gobierno y los hace partícipes de ese proyecto de dominación descarnada. Su límite institucio­nal está en la capacidad de las institucio­nes de su país en defender sus reglas básicas de decencia. Su límite político está en la capacidad de movilizaci­ón de millones de ciudadanos estadounid­enses que sienten que Trump está destruyend­o la esencia de los valores que hicieron de Estados Unidos una gran nación.

El presidente de EE.UU. quiere pasar de la hegemonía a la

dominación y utilizar el poder de su país para imponer nuevas reglas de

juego

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