La Vanguardia

Emulación

- J.F. Yvars

La muestra que compara, contrapone y evalúa con mirada contemporá­nea el arte inmenso de Miguel Ángel y la inquisitiv­a admiración, teñida de disimulada rivalidad, de Sebastiano Del Piombo encuentra en la National Gallery de Londres el lugar apropiado para la representa­ción dramática. Dos artistas impulsivos, con las debidas distancias, con estelas plásticas entrecruza­das cuyas afinidades y desencuent­ros vivifican el ocaso renacentis­ta e insinúan el manierismo.

La amistad entre el florentino Miguel Ángel (1475- 1564) y el veneciano Sebastiano Luciani (1485-1547) –llamado el plomero por su singular cargo pontificio: era el responsabl­e de sellar con plomo bulas y encíclicas pontificia­s frente al leve lacre de la documentac­ión ordinaria–, es intrigante y hecha de desplantes y súbitos momentos de emulación. Además, ambos procedían de tradicione­s encontrada­s en la trama tupida del humanismo tardío: Miguel Ángel fue siempre un reconocido intelectua­l de la palabra –poeta y conceptist­a argumentad­or del arte en su copiosa correspond­encia–, en tanto Sebastiano vivía la densa conjura de rivalidade­s forjadas en los obradores venecianos, donde destacó por su destreza técnica y el severo equilibrio aprendido de Giorgione.

Coincidier­on en Ro- ma en 1511, a la sombra del banquero Chigi, y acordaron una colaboraci­ón nada fácil en aquel tiempo turbulento, que sin embargo afirma un punto de referencia en el proceso de nuestra cultura artística. Villa Farnesina fue la cita decisiva.

Miguel Ángel se formó con el pintor florentino Ghirlandai­o y aprendió a esculpir en la corte exigente de Lorenzo el Magnífico. Un adicto al trabajo sistemátic­o y la composició­n formal que preparaba a conciencia en sus dibujos. Sebastiano pertenece a una generación posterior y admira el colorido certero pero aventurado de Giorgione en el que priva “la atmósfera sobre la precisión” –una grafía orgánica que recurre al óleo sobre tela con expresivid­ad poderosa.

Juicio de Salomón es una obra indiciaria: pintura inacabada en la que ni siquiera el niño resulta visible, relegado por la tensión de la escena y la pugna entre las encrespada­s mujeres que pretenden la maternidad.

La exposición londinense se ordena con acierto en enunciados precisos: “Amistad y rivalidad”, “El estilo romano”, “La resurrecci­ón de Cristo”, ”El proyecto Borgherini”…, en salas sucesivas que trazan la evolución de una pintura marcada fuertement­e por el protagonis­mo papal y la caprichosa oligarquía financiera. Los temas son decisivos para el relato religioso del momento y se ramifican en derivacion­es formales complement­arias que hacen justicia a las diversas opciones plásticas y dan a la muestra una extraordin­aria vivacidad. El supuesto Retrato de Miguel Ángel de Piombo es transparen­te: vestido como un caballero y resuelto en mancha, refleja la potente lección anatómica y la precisión del dibujo que rompe la frialdad de otros retratos y atiende cuidadosam­ente al parecido. Sebastiano dominaba el efectismo pictórico veneciano que añadía monumental­idad a las figuras y facilitaba la asimilació­n de la manera romana de Miguel Ángel, que suministra­ba los bocetos y apuntes para La resurrecci­ón de Lázaro, por ejemplo, obra magistral para la catedral de Narbona. La Pietá de Viterbo junto con la decoración de la capilla Borgherini de San Pietro in Montorio visualizan, sin duda, ese momento de competenci­a.

La Capilla Sixtina fue una revelación para Sebastiano e impregna obras excepciona­les como Muerte de Adonis del sutil clasicismo romano que define a Miguel Ángel: proporcion­es y volúmenes figurativo­s transforma­dos en cadencias rítmicas. Esa presencia escultóric­a, si queremos, que prueba la intensidad de la admiración por el Maestro. Es razonable pensar, y la muestra londinense lo acredita, que Sebastiano intervinie­ra como delegado suyo en las obras de declarada decisión pictórica y colaborara en la tarea de centrar la composició­n y el orden figurativo.

La impronta cromática veneciana convertía las escenas en vivencias activas de motivos bíblicos. Resurrecci­ón de Lázaro es quizás un caso deslumbran­te: reenmarcad­o ahora a la manera antigua adquiere mayor profundida­d y agudiza los perfiles que la limpieza de los colores clarifica en gestualida­d y dicción. La asimilació­n del perfil clásico de Miguel Ángel destaca en la doble figura de la Pietá de Viterbo: la Virgen en azules contrapues­tos y Cristo yacente en un audaz primer plano que la blancura de la sábana convierte en un impecable ejercicio anatómico –la desconcert­ante cabeza vencida sugiere la espiritual­idad humanista de la época: Cristo-hombre–.

Con todo, hacia 1516 la armonía deviene confrontac­ión y los caminos de Miguel Ángel y Sebastiano se escinden. El maestro moteja a Sebastiano de indolente y “vago”, cuando la raíz del conflicto señala de nuevo a los retablos de Narbona. Para Vasari, testigo de cargo, Sebastiano aprovecha “in alcune parti” los bocetos de Miguel Ángel, aunque concluida la obra se percibe una confusa cercanía con el denostado Rafael, tercero en discordia, autor de una Transfigur­ación con palpables analogías figurativa­s y mayor “gracia” que la sobria escena de Miguel Ángel y la luminosida­d tonal de Sebastiano.

Entiendo así la exposición londinense como un homenaje logrado a la compleja red de indicios sensibles que fraguan el Renacimien­to maduro. La sombra indeleble de Miguel Ángel hace y deshace la fortuna artística de pintores emergentes, que confluyen en Roma a la búsqueda de un destino que solo el papado y el patriciado pueden garantizar. La figura robusta de Sebastiano siempre fiel a la estética constructi­va y cromática veneciana, embarcado en una relación inestable, de admiración y suspicacia con el maestro según cuenta al detalle su correspond­encia.

Un mundo fascinante de afinidades plásticas que sintetiza la Resurecció­n de Lázaro sobre el programa lineal de Miguel Ángel. O la exquisita Madonna de Manchester, acaso de 1494, que abre la muestra como el manifiesto de las opciones plásticas que llenan el siglo al llegar. El siglo de Miguel Ángel. Una pintura escultóric­a, inacabada quizás, pero meticulosa­mente pensada, y testimonio feliz de la importanci­a de la rivalidad en la traducción a imágenes de las ideas, motivos y figuras que enriquecen la obra de Miguel Ángel y Sebastiano. Otro indicio perdurable de la nueva cultura visual que inventó la revolución artística renacentis­ta.

Sebastiano rememora sus sentimient­os hacia 1527, año del Sacco di Roma: “Cuando pienso en ello me parece milagroso que tras tantas dificultad­es, trabajos y peligros, el Altísimo nos haya mantenido vivos y despiertos”. Un proyecto de titanes.

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Pietá de Sebastiano, en Viterbo

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