Un dedo con autoridad
Aunque los manuales repiten que el intelectual surgió en papel el año 1898 con el artículo J’accuse...! del novelista Émile Zola, quizás la esencia de esta figura tenga un origen más lejano. Por los siglos de los siglos su función la ha cumplido aquel individuo que ha levantado el dedo y ha osado decir a todos –pasándose la hegemonía por el forro, sin miedo a ser apestado entre los suyos– que el rey iba desnudo. Algunos no lo veían y otros lo veían pero callaban porque siempre es más cómodo quedar bien con el poder. Pero alguien, afortunadamente, tenía el coraje cívico de decir la verdad. Miradlo, dice, va en pelotas.
La fábula de las vergüenzas del rey es antigua. Hicieron un remake los hermanos Andersen, a su manera la adaptó Cervantes en el Retablo de las maravillas (“¿Está loca esta gente?”, se exclama el furrier) y en castellano la versión más remota es la de El conde Lucanor. Don Juan Manuel la escribió hacia 1330. Es un libro de enseñanzas morales pensado para aleccionar a un político amateur. Explicando una serie de apólogos, el sabio Patronio quiere evitar que al joven conde le tomen el pelo.
Una de las historias es la del rey a quien unos estafadores le hicieron creer que le coserían una tela mágica: los que la podrían ver eran hijos de sus padres, le dijeron, y los que no la veían eran ilegítimos. El rey se lo tragó, los manguis dijeron que cosían cuando en realidad no hacían nada, pero nadie osaba decirlo. Para denunciar ese engaño hacía falta valor. Porque quien dijera que no había ni tela, al fin y al cabo, podía ser acusado de no ser hijo de su padre. Pasaron los días, al rey le hicieron un traje inexistente, salió a la calle y nadie decía ni mu. Sólo se atrevió “un negro que guardava el cavallo del rey et que non avía que pudiesse perder”. Dijo aquello que veía a todo el mundo. “Dígovos que yo so çiego, o vós desnuyo ydes”.
Esta actitud, tan valiente, puede ser atrabiliaria o puede ser fruto de la ingenuidad. Se actúa como un intelectual moderno cuando se ejerce obedeciendo al peso de la responsabilidad, para decirlo con un ensayo grandioso de Tony Judt. Pero con no es suficiente esta actitud loable. Para que el intelectual tenga una proyección efectiva tiene que estar encarnada por un personaje con una autoridad social reconocida y su voz la debe comunicar a través de un medio identificado por los lectores como una tribuna comprometida de una manera sostenida con la verdad y no con el poder. Así, cuando el intelectual razona contra aquello políticamente correcto –por ejemplo Hannah Arendt analizando el juicio en Eichmann en The New Yorker–, sacude la conciencia de su sociedad. Cuando denuncia el mal gobierno –por ejemplo el Ortega y Gasset de El Imparcial durante la agonía de la Restauración o el Gaziel de los años treinta desde este diario–, se enfrenta cara a cara con el poder de los políticos.
Si la crítica de los intelectuales a la acción de los gobernantes es constructiva (y, ojo, a menudo hace falta que sea destructiva), para los políticos puede ser fecunda porque actúa como una lente en correctora o un espejo de autoexigencia. Pero los políticos, casi todos, no toleran la crítica. Ni la constructiva. Más bien prefieren la adulación que obnubila y la propaganda pura y dura, es decir, la transmisión edulcorada de sus consignas. Quieren cortesanos. Y los hay. Aquí también.
Vale por los orgánicos de nuestro procesismo –Agustí Colomines, company, un saludo nacional– y vale por los abanderados del unionismo autista –que Ignacio Sánchez-Cuenca dejó bien retratados en La desfachatez intelectual–. Ahora vale, sobre todo, para la policía del populismo: la que denuncia la emergencia de un fenómeno reactivo, sí, pero en ningún caso se pregunta por su complicidad con el mundo injusto que hizo posible la inquietante reaparición de la bestia. Algunos siguen alzando el dedo –algunos de los ejemplares, como Vargas Llosa, anclados en una ideología oxidada–, pero también van desnudos.
Se actúa como un intelectual moderno cuando se ejerce obedeciendo al peso de la responsabilidad El político prefiere la transmisión edulcorada de sus consignas; quiere cortesanos; y los hay; aquí también