Una contracultura
Raimon dice adiós a los escenarios y, más allá y más acá de la enorme categoría artística de esta figura central de la canción, reaviva el debate sobre los problemas estructurales de una cultura como la catalana, que llega al terreno de juego global después de una larguísima etapa marcada por la resistencia y el resistencialismo. Cuando escuchamos a Raimon, disfrutamos de un creador y de un intérprete que –como propugnaba Miró– es profundamente universal justamente porque es local, pero no tenemos presente que también estamos ante un exponente de primer orden de una contracultura. La contracultura que es el catalanismo, entendido como movimiento cultural, de alcance cívico y transversal, que se adapta a épocas distintas.
Es fácil identificar al Raimon de los primeros tiempos con el concepto de contracultura, pero cuesta más hacerlo con el artista veterano y refinado que llena el Palau y que es aplaudido por una parte de la oficialidad política. Pero Raimon es hoy tan contracultura como ayer, no porque él haya elegido serlo, sino porque son las circunstancias –las condiciones objetivas, que dirían los marxistas de antaño– las que le colocan en este estante. Él no está cómodo en el papel de héroe/pope. Es comprensible. El creador quiere ser valorado por su obra, no por otros factores. Sin embargo, ni él ni nadie puede escapar de la historia ni –atención– de las anomalías del presente.
Toda la cultura expresada en catalán (en el Principat, Valencia, Baleares o la Franja) es inevitablemente una contracultura, incluso la que menos lo parece. Incluso la que se desarrolla al margen de las referencias y coordenadas catalanistas. Es, para ser exactos, una cultura que debe desplegarse a la contra para poder ser. Esta característica se vive con intensidades diferentes según el lugar; basta con hablar con personas –por ejemplo– de Alicante, de Eivissa o de Calaceite. O de algunas poblaciones de la costa tarraconense. Hay unas inercias, fuertemente arraigadas, que provienen de una realidad histórica y de unas relaciones de poder y de dominio: la cultura en catalán ha perdurado a pesar de tener un Estado en contra, un Estado español que ha hecho todo lo posible para perseguirla, prohibirla, reducirla, desfigurarla y arrastrarla hacia la fosilización, la folklorización y el patois.
Tras la muerte de Franco, el Estado empezó a actuar de otra manera. El marco democrático no permite –en teoría– las arbitrariedades de una dictadura. Con todo, vale la pena recordar tres casos que nos ubican en la verdadera dimensión del problema. Primero: TV3 nació de un acto de fuerza administrativo de la Generalitat, que hasta el último momento encontró obstáculos muy fuertes para crear un canal público. Segundo: la llamada ley Wert hizo explícita la voluntad “de españolizar” (el término es del ministro) al alumnado. Tercero: la lengua catalana no parece ser un patrimonio del Estado como lo es el castellano, la Administración central lo contempla como un detalle “autonómico” y eso provoca vulneración de derechos y episodios de discriminación inaceptables. Para remachar, basta pensar en las batallas jurídicas y políticas que se libran para poder mantener la inmersión lingüística.
El catalanismo es una contracultura atrapada en una paradoja insalvable: tiene una pata en la protesta defensiva y tiene una pata en la voluntad de institucionalización y la normalización. Todavía hoy. El proyecto noucentista consiguió –hace cien años– que el catalanismo ensayara su primera experiencia de gobierno. Prat de la Riba –que generó complicidades en intelectuales de ideología muy diversa– utilizó la Mancomunitat para dotar la cultura catalana de unas instituciones que imitaban –a pequeña escala– los organismos de las culturas estatales. El programa modernizador del catalanismo político intuye que la nación cultural no pervivirá sin estrategia, planificación y presupuestos públicos que apoyen a los artistas, a los científicos, a los técnicos, a los maestros. Instrucción y cultura. Los noucentistas entendieron que Barcelona era el gran escaparate que evitaría que Catalunya sufriera la triste suerte de Occitania y otras naciones borradas. No partían de la nada. Décadas antes, el joven y contracultural Pitarra consiguió fabricar un público de masas dispuesto a ver espectáculos en catalán, mientras el Pitarra maduro se convirtió en empresario e institucionalizó lo que había surgido del underground.
Volvamos a Raimon: su aparición a primeros de los sesenta –como la de todos los de la nova cançó– representó una reacción contra el premeditado intento oficial de destruir una lengua, una identidad y una memoria colectiva. El drama es que, muchos años más tarde, el cantautor de Xàtiva no lo ha tenido nada fácil para actuar con regularidad en su tierra, y no ha podido –digamos– hacer una carrera normal como la de sus homólogos en castellano, francés o italiano. Todo esto hay que decirlo y repetirlo, de lo contrario podría parecer que somos cómplices de ciertos silencios y de algunas alabanzas envenenadas.
El catalanismo tiene una pata en la protesta defensiva y otra pata en la voluntad de institucionalización