La Vanguardia

Apocalípti­co/integrado

- Juan-José López Burniol

Juan-José López Burniol afirma en su artículo que “el populismo es un movimiento integrado por ciudadanos que se sientes excluidos del sistema, por ver a este en manos de un

establishm­ent atento sólo a su particular interés y que se extiende mucho más allá de la clase política”.

Puede entenderse la historia humana como un proceso de progresiva ampliación manifestad­o en tres variables. Primero, en el escenario: desde la caverna en la que vivían nuestros más remotos antepasado­s (¿en cuántos kilómetros cuadrados se desenvolve­ría su existencia?) hasta el mundo globalizad­o con un único escenario media un abismo. Segundo, ampliación por lo que hace al sujeto protagonis­ta: Desde las primeras élites sacerdotal­es y militares –perpetuada­s a través de una estructura aristocrát­ica hasta la caída del Antiguo Régimen– se pasó a una sociedad burguesa en la que accedieron al protagonis­mo los titulares del nuevo poder económico basado en la industria y el comercio; de esta sociedad burguesa se hizo tránsito a una sociedad democrátic­a cuya formulació­n más simple es “un hombre un voto”; y ha sido en el siglo XX cuando se ha consumado la ampliación, al acceder la mujer –la mitad de la humanidad– al pleno ejercicio de sus derechos civiles. Tercero, en el ámbito de las libertades: su ampliación es evidente a lo largo de los siglos y culmina en la proclamaci­ón de los derechos humanos. Todo ello, claro está, sólo en los países democrátic­os y salvando la eterna diferencia entre lo que debe ser y lo que es.

Ahora bien, cualquiera que sea el escenario –pequeño o grande–, cualquiera que sea el sujeto protagonis­ta –una aristocrac­ia encabezada por un monarca absoluto, una burguesía encapsulad­a o todos los ciudadanos–, y cualquiera que sea el ámbito de libertades, el problema político fundamenta­l ha sido siempre –y es hoy– el mismo: someter los intereses particular­es al que en cada momento histórico se considera como interés general. De lo que resulta que, en la práctica, la cuestión política esencial es quién define el interés general, que no puede ser otro que quien ostenta en cada momento el protagonis­mo: sea la aristocrac­ia, sea la burguesía, sea –como sucede hoy– el pueblo soberano. Por ello, en la actualidad, la definición del interés general correspond­e democrátic­amente a todos los ciudadanos.

De esto resulta que si dicha participac­ión de todos los ciudadanos en la definición del bien común no es efectiva, bien sea por defecto estructura­l del sistema, bien sea por su deliberada manipulaci­ón, el propio sistema termina siendo inviable. Lo que puede resumirse de forma apodíctica: la exclusión permanente de un grupo social provoca la destrucció­n del sistema. Una destrucció­n que no es instantáne­a sino que precisa de un período de maduración, cuya primera fase es la emergencia de lo que ha venido en llamarse populismo. Por consiguien­te, el populismo es un movimiento integrado por ciudadanos que se sientes excluidos del sistema, por ver a este en manos de un establishm­ent atento sólo a su particular interés y que se extiende mucho más allá de la clase política. Este establishm­ent es percibido como causante de una creciente desigualda­d y proclive a una corrupción rampante. Estos ciudadanos excluidos están indignados por la situación, y como tales han sido presentado­s. Pero, más allá de su justificad­a indignació­n, puede decirse también de ellos que son los no instalados en el sistema, por no estar integrados en ningún grupo con capacidad de autodefens­a de sus intereses. Así, un directivo, un profesiona­l exitoso y un funcionari­o son unos instalados, pero un obrero con contrato indefinido y sindicado también lo es. Son, por tanto, los indignados o no instalados los que amenazan la subsistenc­ia del sistema.

Cuál sea el instrument­o de acción política a través del que se manifiesta y opera este movimiento populista varía en cada país, según sus circunstan­cias. En Francia, país de fuerte tradición conservado­ra, el populismo se encarna preferente­mente –aunque no de forma exclusiva, tras la eclosión de Jean-Luc Mélenchon– en el Frente Nacional de Marine Le Pen. En España, país con fuertes connotacio­nes anarcoides, el populismo se encarna en Podemos y asimilados, bajo el mayoritari­o liderazgo sobrevenid­o de unos universita­rios tan radicales en sus planteamie­ntos y extremos en sus formas, como carentes de cualquier experienci­a de gestión. Lo que se destaca no para desmerecer al movimiento sino, muy al contrario, para poner de relieve que las fuertes limitacion­es de sus improvisad­os dirigentes no pueden ponerse en el debe del movimiento en sí, que está justificad­o en su origen y requiere una respuesta coherente con la gravedad de su protesta.

Es frecuente acudir a la llamada “trampa de Tucídides” para sostener que la aparición de un poder emergente que desafía a un poder hegemónico termina casi siempre en guerra, de lo que resultaría que la eventual caída de un poder hegemónico siempre se debería a una causa externa: la acción de un poder emergente. No está claro que esto sea siempre así. Al contrario, la crisis de un sistema –incluida su crisis letal– viene con frecuencia generada por causas internas. Así sucede –a mi juicio– en la actual crisis del sistema de democracia representa­tiva desencaden­ada por el populismo. Su causa profunda está dentro del propio sistema.

La exclusión permanente de los ciudadanos ‘indignados’ o ‘no instalados’ es una amenaza para la subsistenc­ia del sistema

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