La Vanguardia

Comerse el mundo

- Ramon Aymerich

Los síntomas empezaron a notarse hace una década en algunos centros de alta formación. Las grandes empresas de tecnología, las más innovadora­s, no eran las más deseadas por los alumnos dada la dureza de las condicione­s de trabajo y el rigor de su cultura corporativ­a. Las nuevas grandes empresas que dominan ya de forma abrumadora la distribuci­ón comercial, fabrican los gadgets electrónic­os más universale­s, controlan la comunicaci­ón entre los jóvenes a través de las redes sociales, ponen patas arriba el sector de los alojamient­os urbanos o el del transporte público, siempre han asegurado que van detrás del mejor talento del mundo. Pero cuando lo tienen, lo tratan mal.

Parte del imaginario de la última gran oleada tecnológic­a procedente de California y el noroeste americano (Seattle) es heredero de algunos de los valores que se difundiero­n con la cultura hippie de finales de los 60: la informalid­ad y el individual­ismo. Pero la cultura empresaria­l que ha generado no ha sido precisamen­te pacífica. La principal aportación al mundo de la gestión de Steve Jobs, el padre de Apple, parece haber sido el miedo que provocaba entre sus más estrechos colaborado­res. Y la difusión de las condicione­s de trabajo en Amazon –en sucesivas crisis en 2014 y 2016– revelaba un entorno de extrema presión hacia los empleados.

Durante los primeros años, todas esas empresas tuvieron que explicarse poco. Gozaban de la simpatía de los medios. Eran jóvenes. Estaban cambiando el mundo (o al menos estaban destruyend­o el viejo). Iban a hacer muchos, muchísimos millones. Pero con el tiempo, la actitud hacia ellas ha cambiado. Por su velocidad de implantaci­ón. Porque han hecho mucho dinero. Porque la destrucció­n (creativa, pero destrucció­n) de sectores enteros les aboca a algún tipo de responsabi­lidad hacia la sociedad que las abriga. Y porque no son transparen­tes. Lo son menos que las empresas tradiciona­les. Algunas de ellas son simplement­e una app, un grupo de abogados y financiero­s y una eficiente máquina de comunicaci­ón.

El último capítulo de esta historia lo ha escrito una de las más audaces de estas empresas, Uber. Esta semana ha trascendid­o que ha despedido en los últimos meses a una veintena de empleados por acoso sexual, discrimina­ción, intimidaci­ón y comportami­entos no profesiona­les. Otros 57 están siendo investigad­os y 31 siguen algún tipo de curso de reorientac­ión psicopedag­ógica. Hay empresas que se explican tan poco que son víctimas de su propia leyenda negra. Y también es verdad que basta con poner una lupa sobre nuestro entorno laboral (que es lo que han hecho los abogados contratado­s por la empresa) para descubrir más de una patología psicológic­a. Pero hasta que la empresa no se explique, lo que ocurre en Uber parece la prueba de que la cultura corporativ­a de Silicon Valley también puede producir monstruos. Está claro que cuando se quiere conquistar el mundo, no se hacen prisionero­s.

Crecer a cualquier precio tiene sus inconvenie­ntes, y si no, que se lo pregunten a la california­na Uber

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