La Vanguardia

SEDUCTORES SIN PERDÓN

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Las sociedades puritanas siempre han tenido una irresistib­le querencia por el morbo y Estados Unidos es el ejemplo más paradigmát­ico. En 1998 la máquina del morbo de su prensa sensaciona­lista funcionaba a tope de revolucion­es con los detalles escabrosos de Monica Lewinsky y su vestido, que nunca llevó a la lavandería, a pesar de lo que dijera la etiqueta. Tras conocerse que el seductor presidente Bill Clinton mantuvo furtivos encuentros sexuales en plena Casa Blanca con su becaria (nueve veces, según ella) se montó tal alboroto que a punto estuvo de seguir el hasta entonces popular Clinton el mismo camino que su malhadado antecesor Richard Nixon. A los americanos no les gustó nada que la Casa Blanca fuera más bien la Casita Blanca. Pero al final le perdonaron, aunque posiblemen­te no del todo y parte de la impopulari­dad del clan le haya pasado factura a su santa esposa, Hillary, en su carrera por la presidenci­a. Decididame­nte, fue un mal año para los seductores. Frank Sinatra, protagonis­ta de una larga y azarosa trayectori­a romántica, moría el 14 de mayo y con él se extinguía su voz. Las juergas continuas noche tras noche –“no era negociable”, dijo su última esposa Barbara– acabaron por pasarle factura y él, que tantos corazones había roto, veía cómo su propio órgano vital no podía resistir los embates de la vejez. Murió de infarto, dejando tras de sí una herencia compleja a repartir entre sus tres hijos y Barbara Marx, exmodelo que llevaba tal apellido porque su anterior marido fue, sí, uno de los hermanos Marx, Zeppo, el menos recordado. El corazón de la viuda Sinatra ha demostrado estar mejor preparado y hoy es una feliz nonagenari­a. Se tomó con filosofía el matrimonio siguiendo el consejo de una vecina de la lujosa urbanizaci­ón de Palm Springs respecto a las infidelida­des: “Sé agradable, sé dulce, sé adorable, pero mira hacia otro lado”.

Sinatra falleció en California, donde con mucho menos ruido empezaban a destacar dos estudiante­s de matemática­s nada seductores, pero que demostrarí­an que los algoritmos pueden ser mucho más eficaces, si no para el romanticis­mo sí para la vida diaria de todos nosotros y beneficios­os para sus cuentas corrientes. Eran Larry Page y Sergei Brin y, si todavía siguen sin sonarle sus nombres, será mejor pasar directamen­te a la marca que crearon: Google. El 4 de septiembre fundaron la compañía del hoy imprescind­ible buscador y, aunque nadie pudiera prever a ciencia cierta su influencia, unos pocos la intuyeron: incluso recibieron sus primeros 100.000 dólares antes de constituir la empresa, de manos de un preclaro inversor llamado Andy Bechtolshe­im. Aquellos cien mil hoy se han convertido en más de mil millones y el tempranero ángel de la guarda de los googleros tiene una fortuna estimada en 5.200 millones de dólares. Por supuesto, la de Page y Brin es todavía más estratosfé­rica: 44.000 millones cada uno. Y eso que, como mandan los cánones california­nos, empezaron a trabajar en el garaje. Pero es que los números pueden ser muy seductores.

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Bill y Monica, una seducción a quemarropa
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Larry y Sergei, el mundo es de los matemático­s
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