Ladrillos indigestos
El Popular cayó por una crisis de liquidez derivada de las dudas sobre su solvencia
El Banco Popular, declarado no viable y rescatado a causa de una brutal crisis de liquidez ocasionada por el miedo, la desconfianza y las crecientes dudas sobre su solvencia, inició su envenenada deriva con la burbuja inmobiliaria.
Entre la tarde del martes y la madrugada del miércoles, el Banco Popular fue intervenido por el BCE, valorado en 2.000 millones de euros negativos –menos 8.200 millones, en un escenario estresado– y vendido por un euro al Santander después de amortizar todas las acciones y bonos convertibles y deuda subordinada por 2.000 millones euros. Todos los poseedores de títulos susceptibles de asumir pérdidas se quedaron sin nada.
El banco que en junio del 2016 había logrado 2.500 millones de euros de capital de sus accionistas y el mercado y que valía entonces 6.000 millones, acababa de ser declarado “no viable” y rescatado a causa de una brutal crisis de liquidez ocasionada por el miedo, la desconfianza y las crecientes dudas sobre su solvencia. Se determinó que no valía los 1.330 millones que fijaban su última cotización. No valía nada.
¿Qué pasó para que el banco fuera arrasado en solo doce meses? ¿Cómo y por qué se produjo tal pérdida de valor? Los problemas del Popular venían de mediados de la década anterior, cuando abandonó su tradicional prudencia y se convirtió en uno de los principales financiadores de los promotores inmobiliarios en la fase más alta del ciclo, antes del pinchazo de la burbuja. Aquella apuesta le ha costado decenas de miles de euros a la entidad y, diez años después, el Popular aun tiene en su balance 36.000 millones de euros en activos improductivos provenientes del ladrillo. En la banca, como en cualquier negocio, las pérdidas que genera una actividad solo se pueden cubrir de dos maneras: con beneficios de otra parte de la empresa, –que amortiguan el impacto o lo compensan totalmente– o con más capital.
El Popular, pese a tener probablemente el activo más podrido de los bancos españoles, logró sobrevivir hasta esta semana porque sabía hacer muy buena banca de particulares y pymes y fue capaz de lograr grandes beneficios con los que tapar las enormes vías de agua que el inmobiliario provocaba en su balance. Y eso que la situación se hizo complicadísima enseguida. Tras el pinchazo de la burbuja y la quiebra de Lehman Brothers en septiembre del 2008, llegaron los rescates de la banca con dinero público en Estados Unidos y casi toda Europa. En España, el pistoletazo de salida lo
EL LASTRE DE UN MAL ACTIVO El banco entró tarde y mal en el inmobiliario, que sigue lastrando hoy en día su balance SIN CREDIBILIDAD El mercado exigía más saneamientos y más capital y no se creía las cuentas del banco
dio la intervención de Caja CastillaLa Mancha en marzo del 2009, seguida de fusiones, salidas a bolsa, más intervenciones, el rescate de Bankia y el fin de todas las cajas.
Todo el sector tuvo que ajustar su capacidad, recortar gastos y adaptarse a los nuevos tiempos. El Popular, pese al declive en su rentabilidad y menor tamaño que los grandes o medianos, participó en la reestructuración del sector con la compra del Banco Pastor a finales del 2011. El tiempo demostró que fue un gran error. Un año después, ya con la acción a la baja, Ángel Ron, presidente del Popular, cedió a la realidad del mercado –que le exigía más capital– y pidió 2.500 millones de euros a los accionistas. Para intentar ganar credibilidad, el banco
realizó provisiones extraordinarias de 9.600 millones al cierre del 2012, que se saldó con números rojos históricos de 2.500 millones.
Pero no fue suficiente. La presión por el capital ya no abandonaría nunca al banco, que tenía que elevar sus fondos propios para cumplir con la normativa y seguir reconociendo pérdidas en su cartera crediticia. Las pruebas de estrés del BCE y la Autoridad Bancaria Europea castigaron aún más al banco en los años siguientes, las agencias de rating ya hablaban de su deuda como bono basura y Ron, presionado por su consejo, volvió a pedir 2.500 millones a sus accionistas en junio del año pasado. En teoría, para elevar sus ratios de capital, sanearse totalmente y acabar con las dudas.
No lo consiguió. Los analistas seguían destacando el elevado peso del ladrillo en el balance –cerca del 40% del activo– y su baja cobertura. En bolsa, la cotización ya estaba cuesta abajo y los accionistas exigieron cambios a Ron, que ese verano se cargó a Francisco Gómez, su consejero delegado, para poner a Pedro Larena, un directivo del Deutsche Bank fichado para reestructurar la entidad. Larena hizo su trabajo, pero el Popular no remontaba. En diciembre, los consejeros más críticos lograron convencer al resto y echar a Ron, aunque se mantuvo hasta febrero. Se fue tras el enésimo ejercicio de saneamiento del balance y cerrar el 2016 con pérdidas de 3.485 millones.
El nuevo presidente, Emilio Saracho, no logró recuperar la confianza. El 3 abril, además, admitió que las cuentas del año anterior tenían un déficit de provisiones y una semana después dijo que el Popular estaba abocado a una ampliación de capital. Nadie la creía posible. Entonces intentó a toda prisa vender el banco, pero ¿quién iba a dar fe de lo que había dentro? La ausencia de un comprador y la caída en bolsa agigantada por la apuesta de los bajistas llevaron el miedo a los clientes, que empezaron a retirar depósitos. A finales de mayo, se filtró que el BCE preparaba la intervención. La suerte estaba echada. El Popular se quedó sin liquidez y, para evitar su cierre, su quiebra y una crisis bancaria, fue intervenido. En un año había perdido 6.000 millones de valor. Lo había perdido todo.