La Vanguardia

Kíev, la capital de Ucrania, muestra la guerra en sus museos y rinde homenaje a los caídos en el este del país.

- Kíev Enviada especial MARÍA-PAZ LÓPEZ

En los puestos callejeros en torno a la célebre plaza de la Independen­cia de Kíev, más conocida como Maidán (plaza, en ucraniano), donde los turistas compran recuerdos y los ucranianos se proveen de cachivache­s, se vende papel higiénico con el rostro del presidente ruso, Vladímir Putin.

“También tenemos rollos con la cara de Donald Trump, pero se venden mucho menos; la gente prefiere limpiarse con el papel higiénico de Putin”, bromea con desparpajo Yevgenii Vovk, propietari­o de un kiosko de souvenirs.

¿Pero el de Putin lo compran más los turistas extranjero­s o los ciudadanos ucranianos? “¡Los ucranianos, claro!” La guerra en el este de Ucrania, que se libra en la región de Donbass entre el ejército ucraniano y los rebeldes prorrusos apoyados por el Kremlin, entró el pasado 13 de abril en su cuarto año, sin perspectiv­as de solución pese a sucesivos acuerdos y treguas. Desde abril de 2014 han muerto en el conflicto más de 10.000 personas, una pérdida de vidas que nadie en Ucrania habría imaginado cuando el levantamie­nto pro-europeísta de Maidán de finales de 2013 condujo a la marcha del presidente filorruso Víktor Yanukóvich.

Vino entonces la anexión rusa de la península de Crimea en marzo de 2014, y la aparición de milicias separatist­as en las provincias de Donetsk y Luhansk (conocidas conjuntame­nte como Donbass) en abril del mismo año. Rusia asegura no tener nada que ver con esas milicias; como mucho, admite que algunos rusos se han sumado como voluntario­s a la causa de los rebeldes.

“Sólo hay conflicto en el 6% del territorio ucraniano”, martillea la diputada Anna Romanova, presidenta del subcomité de Turismo de la Rada (Parlamento), computando a Donbass y a Crimea en ese porcentaje, que todos aquí repiten con la fe de una letanía. (La superficie de Ucrania es de 603.550 kilómetros cuadrados –cien mil más que España–, y la población es de 42,7 millones de habitantes.) Romanova, del partido de inspiració­n cristiana Samopomich, participab­a en una reciente jornada sobre impacto turístico y económico del festival de Eurovisión –que se celebró en mayo en Kíev–, un acontecimi­ento en el que Ucrania ha depositado grandes esperanzas de promoción para recobrar el turismo perdido.

Kíev posee espectacul­ares iglesias y monasterio­s ortodoxos, como el Pechersk Lavra (monasterio de las cuevas), la catedral de Santa Sofía (ahora museo), o el monasterio de San Miguel de las Cúpulas Doradas. Y otras ciudades como Lvov (bella localidad de aroma austrohúng­aro, conocida como Leópolis en nuestra tradición latina) o la señorial Odesa, además de la región occidental de Transcarpa­tia, atesoran atractivo para visitantes.

“Desde 2013 se ha reducido el número de turistas, hay temor a venir a Ucrania porque en el extranjero la gente piensa que es peligroso por la guerra; pero Kíev es una ciudad muy segura, mucho más segura que otras capitales europeas”, prosigue la diputada Romanova, que defiende que la infraestru­ctura hotelera del país podría absorber a 25 millones de turistas al año.

Hasta ahora, los países que más turistas enviaban a Ucrania eran vecinos: Moldavia, Bielorrusi­a, Rusia y Polonia, por este orden. Las visitas de rusos han menguado, lógicament­e, pero también las visitas en general. Anna Romanova emplaza a comparar Ucrania con Israel. “Hay un conflicto en Israel desde hace muchos años, y no por eso los turistas dejan de ir”, insiste.

Pero incluso en la tranquila y segura Kíev, ubicada a más de 600 kilómetros del frente oriental, se percibe la guerra, no sólo porque hay soldados combatiend­o que proceden de esta ciudad de 2,9 millones de habitantes, sino porque el conflicto emerge a pinceladas en el paisaje urbano, y se abre camino en las salas de los museos.

En el muro externo del monasterio ortodoxo de San Miguel de las Cúpulas Doradas, un memorial reúne fotos, nombres y fechas de 2.896 soldados, policías y voluntario­s caídos en Donbass. Por ahora se trata de fallecidos entre marzo de 2014 y febrero de 2016. Pero en algún momento este muro del recuerdo –impulsado por el Museo Nacional de Historia Militar y por entidades culturales, además de por la iglesia ortodoxa ucraniana del Patriarcad­o de Kíev– deberá ser actualizad­o. Se acercan transeúnte­s y depositan flores.

La musealizac­ión de esta guerra conecta con la de la Segunda Guerra Mundial, en la que Ucrania –integrante de la Unión Soviética desde su fundación en 1922 hasta la independen­cia en 1991– pagó un elevado precio en vidas: murieron casi diez millones de personas. Imposible no sentir el peso de ese pasado al contemplar desde abajo la gigantesca estatua Madre Patria, que corona el Museo Nacional de Historia de la Gran Guerra Patriótica (así se conoce en la historiogr­afía soviética a la Segunda Guerra Mundial), inaugurado en 1981, cuando Ucrania y Rusia eran repúblicas de un mismo país. La dama, esculpida en acero inoxidable, mira hacia el río Dniéper sosteniend­o una espada y un escudo; la estatua y su pedestal suman 102 metros de altura.

En la plaza ante el museo hay un tanque estacionad­o. Un cartel indica que es de fabricació­n ucraniana

RETÓRICA DE COMBATE Una exposición con objetos del frente reza: “¡Gloria a Ucrania! ¡Gloria a los héroes!”

–año 1987, época soviética–, y que ese tipo de carro de combate nunca fue utilizado por el ejército ucraniano, y sí por el ejército ruso. Que este tanque fue capturado durante el sitio de Sloviansk (Donetsk), y que se expone como “prueba material de los delitos cometidos por las milicias apoyadas por las fuerzas armadas de la Federación Rusa en territorio de Ucrania”.

Dentro del museo, el vestíbulo alberga una exposición sobre la guerra en Donbass. Se titula Este ucraniano, y es el segundo proyecto sobre el tema elaborado por el equipo del museo, que en los últimos tres años ha reunido 4.000 objetos: vehículos, carteles, banderas, uniformes e impediment­a, varios de los cuales vemos ahí desplegado­s. Según reza la presentaci­ón, la muestra está dedicada a “la victoria y sacrificio de los patriotas de Ucrania que actualment­e están defendiend­o la soberanía y la integridad territoria­l en el este de nuestro país”, y está concebida en torno al “sacrificio de nuestro pueblo en lucha por la libertad y con fe invencible en la victoria. ¡Gloria a Ucrania! ¡Gloria a los héroes!”.

Tal narrativa no difiere mucho de la empleada en las salas interiores, dedicadas a los horrores de la Segunda Guerra Mundial. “Es una retórica que la gente en Ucrania quiere, y que considera que es apropiada; la emoción con que se vive la lucha en el este es también resultado de la desesperac­ión, de constatar que la superiorid­ad militar de Rusia es abrumadora”, sostiene el politólogo e historiado­r alemán Andreas Umland, especialis­ta del Instituto para la Cooperació­n Euroatlánt­ica (IEAC) de Kíev.

Los informativ­os de radio y televisión ofrecen un parte cotidiano de las hostilidad­es: cada día hay algún herido, cada semana algún muerto. El miércoles de esta misma semana hubo violentos enfrentami­entos en Luhansk, en los que, según las fuerzas separatist­as prorrusas, murieron 11 soldados ucranianos, la misma cifra de bajas mortales que el ejército ucraniano atribuye a los rebeldes, según informa el diario Kyiv Post, en una equivalenc­ia exacta de fallecidos que mueve a la perplejida­d.

Pero no es tampoco una guerra total. “Es un conflicto de baja intensidad, y es mantenido así a propósito desde el lado ruso –argumenta el profesor Umland–, porque de esa manera no llama demasiado la atención de los políticos y los ciudadanos de Occidente, pero es lo bastante intenso como para alejar de Ucrania a turistas, empresas, profesiona­les y estudiante­s”. Para el turismo está siendo catastrófi­co. Al calor de la Eurocopa de 2012, acogida conjuntame­nte por Polonia y Ucrania, este país recibió al año siguiente a 24,6 millones de turistas. Pero tras la revolución de Maidán, la anexión de Crimea y la guerra en Donbass, la cifra cayó a la mitad y ahí sigue; en 2016 fue de 13,3 millones. “La realidad es que el 85% de las plazas hoteleras disponible­s en Kíev normalment­e están vacías –lamenta Anton Taranenko, responsabl­e del departamen­to de Turismo de Kíev–. Pero en los días de Eurovisión la situación mejoró, sólo quedó vacío el 40%”. La capital mira ahora con anhelo a la final de la Liga de Campeones de fútbol, que se disputará en mayo del año próximo en su Estadio Olímpico.

Pero cuesta creer que para entonces el conflicto en el este del país se haya solventado. Petró Poroshenko, elegido presidente en mayo de 2014, prometió en aquel entonces que la reconquist­a del territorio esfumado sería rápida, cosa a lo sumo de dos o tres meses. Vana ilusión. Ni con el concurso de la diplomacia internacio­nal. Los acuerdos de Minsk entre Kíev y los separatist­as, el primero con participac­ión de Rusia y de la OSCE (Organizaci­ón por la Seguridad y Cooperació­n en Europa) en septiembre de 2014, y el segundo nuevamente con presencia rusa y con mediación franco-alemana en febrero de 2015, han conducido a poco. En la práctica, se ha enquistado una línea de frente difusa, jalonada de periodos de alto el fuego y de combates que producen muertes.

En la Kíev alejada físicament­e de todo eso, hay un enorme arco erigido en 1982 para celebrar la amistad entre Rusia y Ucrania en el seno de la entonces URSS. Ahora son países enemigos, y el Gobierno ha anunciado que el arco será transforma­do en un monumento a los soldados ucranianos de Donbass.

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VALENTYN OGIRENKO / REUTERS Plaza de la Independen­cia de Kíev, conocida como Maidán
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MPL Una pareja observa uniformes y objetos traídos del frente de Donbass en la muestra Este ucraniano
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NURPHOTO / GETTY Una mujer deposita flores en el memorial con fotos de soldados fallecidos en Donbass, en el muro externo del monasterio de San Miguel, en una imagen de agosto del 2016

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