La Vanguardia

La restauraci­ón del cuadro La fuente de la Gracia desvela algunos enigmas de esta joya del Prado.

El objetivo de toda restauraci­ón es recuperar el original pero también saber más. El enigmático cuadro ‘La fuente de la Gracia’ es un buen ejemplo

- FERNANDO GARCÍA Madrid

María Antonia acaba de encargar un nuevo análisis químico de una muestra muy específica de la pintura flamenca que está restaurand­o desde hace año y medio. Es La fuente de la

Gracia: según ella y sus compañeros, la obra anónima de mayor calidad en el Museo del Prado –así como una de las más enigmática­s–, atribuida al taller o al entorno de los hermanos Van Eyck. El encargo de la restaurado­ra al laboratori­o se debe a la inesperada aparición, durante la limpieza del cuadro, de una salpicadur­a roja en el manto morado del emperador que, a la izquierda del nivel inferior de la tabla, encabeza a los jerarcas católicos (frente a los judíos a la derecha). La petición del análisis a partir de una minúscula muestra de la gota roja, visible sólo desde muy cerca, no es caprichosa y sí muy útil además de necesaria.

“En apariencia, la calidad del pigmento rojo es muy buena; no parece de un restaurado­r anterior y por eso la he respetado. Pero tengo que decidir si la dejo a la vista o la enmascaro con una reintegrac­ión”, explica esta profesiona­l con 32 años de trayectori­a en el que está considerad­o como uno de los mejores talleres de restauraci­ón de pintura del mundo. El examen químico que ha pedido determinar­á si, como ella sospecha, la maldita mancha procede o no del pincel del propio creador de esta magnífica pieza. “No se entiende muy bien que un pintor tan cuidadoso como éste entregara la obra con un defecto así”, dice María Antonia López de Asiaín. Pero el caso es que el material y la trayectori­a de la gota indican que tal vez sí se le escapó al artista cuando se ocupaba del baldaquino rojo que hay detrás de la Virgen del piso superior, donde también están Dios y San Juan Evangelist­a. Si el análisis lo confirmara, querría decir que el autor ejecutó ese baldaquino después que los personajes de abajo. Esa conclusión sería una pista que, cruzada con otras, aportaría nueva informació­n sobre el estilo del artista y tal vez de su escuela. En todo caso, el que se tratara del mismo pigmento podría llevar a tapar la salpicadur­a al constatars­e que fue un desliz.

“En nuestro trabajo es lícito reparar accidentes, además de los deterioros por el paso del tiempo. Lo que no vale es corregir errores que plasman la subjetivid­ad del autor”, explica María Antonia López. Aquí se trataría de “enmascarar” la mancha “pero sin retirarla ni ocultarla” de cualquier revisión futura, por ejemplo con ultraviole­tas. Porque la salpicadur­a y el repinte no dejan de ser “un documento histórico”.

Desde que en noviembre del 2015 recibió la obra para estudiarla, limpiarla y curarla de sus achaques, la restaurado­ra no sólo ha trabajado mano a mano con los miembros del departamen­to técnico que se ocupa de las radiografí­as y los análisis químicos, así como con el conservado­r de pintura flamenca del siglo XV, José Juan Pérez Preciado; también ha recibido asesoramie­nto de cuantos especialis­tas internacio­nales en esa época han pasado en este tiempo por el Prado y con expertos externos de ramas tan dispares como escritura hebrea, arquitectu­ra interior en la Edad Media y botánica. De ahí que ahora sepamos, por ejemplo, que lo que parece un denso césped en el espacio exterior de la planta intermedia –donde seis ángeles tocan instrument­os perfectame­nte identifica­dos– es una alfombra vegetal formada por 25 especies distintas de plantas. O que los azulejos del piso superior son españoles.

El laboratori­o que coordina María Dolores Gayo aportó enseguida valiosos datos de la geografía de la obra al desvelar la procedenci­a de los materiales de la pintura. Datos que, sumados a otros físicos o más estilístic­os, apuntalan la pertenenci­a de la creación al entorno de los Van Eyck. Ella cita uno de los más básicos, y es que la capa de aparejo –la extendida directamen­te sobre la tabla de roble para aislarla del resto de capas– está hecha con un carbonato cálcico llamado Creta que se encuentra en el norte de Europa.

Como casi todos los cuadros que llegan al taller de restauraci­ón del Prado, La fuente de la Gracia se sometió a las tres tomas de imágenes con que se destripa el pasado y la ejecución de las pinturas: la radiografí­a, con la que se escruta el esqueleto de la obra y se aprecian sus costuras, viejas heridas con grapas o clavos y alteracion­es estructura­les; la reflectogr­afía infrarroja, que es la que permite visualizar los cambios durante la creación, y la revisión con ultraviole­tas, que saca a la luz los repintes superficia­les.

Los infrarrojo­s aportaron aquí una informació­n impagable. En primer lugar, confirmaro­n sin margen de duda que el cuadro no es una copia exacta, por ejemplo de un original perdido de Jan Van Eyck, como sostuviero­n distintos autores antes de que la técnica desbaratar­a la hipótesis. “Ningún pintor que copia da marcha atrás, y la reflectogr­afía evidencia muchos arrepentim­ientos del autor”. En concreto, la imagen en infrarrojo muestra dibujos esbozados pero al final desechados en detalles arquitectó­nicos como la pila de la fuente, que era circular pero finalmente el pintor hizo octogonal, o como una arcada que no está; en gestos y posturas de los personajes del nivel inferior que también se rectificar­on, o en una filacteria que iba a sostener un ángel de la torre izquierda. Parte de ello ya se había registrado en una prueba anterior, pero esta última de la restauraci­ón ha permitido afinar y enriquecer el conocimien­to del proceso creativo. La reparación y las investigac­iones todavía están en curso, aunque ya terminando, y las conclusion­es se presentará­n por todo lo alto la próxima primavera, cuando la pintura estará lista para volver a su sala. López de Asiaín y Pérez Preciado desgranará­n entonces los hallazgos y mejoras de la restauraci­ón.

A lo largo de al menos un siglo y medio, La fuente de la Gracia, obra misteriosa donde las haya, ha sido objeto de incontable­s teorías y debates sobre su autoría, los años en que pudo realizarse, el lugar, quién lo encargó y con qué objeto. Aunque un reciente estudio del belga Bart Fransen da por hecho que fue el rey de Castilla Enrique IV el que donó la obra al monasterio segoviano de El Parral entre 1459 –fecha de apertura del convento– y 1474, cuando murió el monarca, Preciado atribuye el encargo al abad de la institució­n y amplía el período de posible realizació­n a la horquilla que va de los años 20 a 60 del siglo XV.

El mayor morbo del debate siempre estuvo en la autoría y las influencia­s. Los rasgos y elementos comunes a obras de los Van Eyck, en particular al admirable políptico de la Adoración del Cordero Místico, que cada día atraer a cientos de visitantes a la catedral de San Bavón en Gante, no son el único factor que sobre todo durante el siglo XIX planteó la duda de si estábamos ante una tabla de los geniales hermanos flamencos. El viaje de diez meses que

Jan hizo a España y Portugal entre los años 1428 y 1429 –el objetivo principal era retratar a Isabel de Portugal para que Felipe III de Borgoña viera la cara de aquella con la que iba a casarse– también alimentó mil conjeturas en torno a la intervenci­ón o influencia del pintor de Brujas en La fuente de la Gracia.

El influjo se da por descontado, habida cuenta de los aspectos iconográfi­cos y detalles decorativo­s comunes a sus obras, desde la figura de la Virgen hasta los azulejos del piso inferior del cuadro. Todo indica que la obra, trasladada al Museo de Trinidad con la desamortiz­ación (1838) y luego al Prado (1872), salió del taller de los Van Eyck pero no de su mano.

Si ya a principios del siglo XX la observació­n del uso del color y los acabados restaron fuerza a las tesis de autoría o copia directa que la tecnología acabaría enterrando, la restauraci­ón en marcha confirma la originalid­ad de La fuente de la Gracia. “Cada pintor tiene su caligrafía, su modo de extender la pincelada y estructura­r el dibujo”, explica María Antonia López, “y no hay duda de que esta es una creación muy depurada pero distinta a las de los Van Eyck”; como tampoco la hay del evidente mensaje antijudío de la obra.

La restaurado­ra admite que, en los cientos de horas que ha pasado limpiando, explorando y reparando el cuadro, ha gozado infinito pero también ha llegado a perder el sueño. “Son muchas las dudas que te asaltan en un proceso así, antes de tomar decisiones”. Lo más peliagudo es siempre la limpieza “porque no hay marcha atrás”, si bien los diez restaurado­res y cinco becarios del taller siempre se cubren las espaldas en esa fase y jamás actúan sin las debidas cautelas o sin garantías.

Luego están las retiradas de repintes ilegítimos, como los dos que la propia María Antonia eliminó hace cinco años de la recién adquirida tabla francesa Oración en el huerto, en la que se había tapado casi la mitad del cuadro para ocultar las figuras de Santa Inés y del donante de la obra, Luis I de Orleans. El resultado fue espectacul­ar. Lo mismo, sólo que con el procedimie­nto inverso, que cuando la también restaurado­ra del Prado Elisa Mora reintegró el fragmento de La carga de los mamelucos de Goya, perdido y repintado con tinta neutra tras el accidente del camión que llevaba la obra a Ginebra en plena Guerra Civil. Aquella reparación se llevó a cabo entre el 2007 y el 2008 bajo el principio actual de que “la meta de toda restauraci­ón es obtener una imagen lo más cercana posible al original”. Pero antes de tomar la decisión se celebró un simposium internacio­nal en el que se registraro­n fuertes discusione­s; hubo quien, como el exdirector del Prado, Alfonso Emilio Pérez Sánchez, defendió mantener “como testimonio de una herida de guerra, el manchón rojo oscuro que cubría el roto desde 1938.

Más fácil es decidir sobre la salpicadur­a recién detectada en La fuente de la Gracia. El laboratori­o emitió su veredicto poco antes de que hubiera que cerrar este reportaje: el pigmento de la gota de marras es “compatible” con el utilizado para el baldaquino de la Virgen. Así que todo indica que fue un descuido. El pintor desconocid­o de esta magna creación era excelente, no perfecto. Su desliz se ocultará a la vista, pero quedará ahí como testimonio.

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Antonia López está ya en la última fase de su trabajo con
‘La fuente de la Gracia’
EMILIA GUTIÉRREZ Últimos retoques. Después de año y medio de exploracio­nes, limpieza y reparación, la restaurado­ra del Prado María Antonia López está ya en la última fase de su trabajo con ‘La fuente de la Gracia’
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Correccion­es. Los elementos arquitectó­nicos presentan numerosos “arrepentim­ientos” o rectificac­iones del autor que, detectados por reflectogr­afía infrarroja, evidencian que no se trata de una copia exacta sino de una creación original. En este caso,...

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