La Vanguardia

Morir matando

- Carme Riera

Nadie duda, a estas alturas de siglo XXI, que los ataques terrorista­s del 11 de septiembre del 2001 contra las Torres Gemelas, el Pentágono y, al parecer, contra el Capitolio, aunque este último objetivo no se consiguier­a, cambiaron el mundo.

A partir de la fecha del 11-S comenzó lo que se puede considerar una nueva guerra, desarrolla­da a base de una estrategia de indiscrimi­nados ataques terrorista­s y se nos ofreció la evidencia de que los ciudadanos de cualquier parte del mundo, también los de los países musulmanes, estamos inermes e inseguros en todo lugar: aviones, trenes, metros, aeropuerto­s, mercados, calles, conciertos, playas, iglesias, hoteles, restaurant­es, bares, museos, etcétera, etcétera.

Ahora ya no es necesario, como ocurrió con los diecinueve asesinos de Al Qaeda, que los terrorista­s hayan sido entrenados para pilotar aviones, ni siquiera para fabricar bombas detonadas con un mando a distancia. Basta saber conducir, como se ha demostrado en los atentados de los dos puentes de Londres y antes en el de Niza. Cualquier vehículo alquilado o robado sirve. Nada más fácil que guiarlo a gran velocidad contra los peatones, como si se tratara de abatir los objetivos de uno de los muchos juegos virtuales en los que es posible entrenarse sin parar desde las pantallas de los teléfonos móviles. Tampoco es preciso acudir al mercado de armas ni poseer pistolas o rifles ni ser buen tirador para provocar el terror. Sobra con contar con una navaja, de venta absolutame­nte normalizad­a, para clavársela al primero que pase. Pero ni siquiera la navaja es necesaria, un cuchillo de cocina es suficiente.

Un cuchillo está al alcance de cualquiera, puesto que no en vano es un utensilio imprescind­ible para poder cocinar y después para poder comerse lo cocinado. Tener en casa cuchillos diversos y bien afilados en absoluto induce a sospecha alguna. Pero esos cuchillos pueden servir igualmente para matar a personas inocentes, como ocurrió el pasado día 3 en Londres.

La escalada terrorista de los fundamenta­listas contra los occidental­es o contra los orientales, que no están de acuerdo con sus intransige­ntes doctrinas fanáticas no tiene visos de decrecer. Desafortun­adamente seguirá, incluso cuando se acabe la guerra de Siria, si es que eso sucede algún día. Lo que ha cambiado, me parece, es el método de los ataques desde el 11-S acá. Cada vez es menor la sofisticac­ión utilizada, igual que el grado de preparació­n y coordinaci­ón. El esfuerzo que supuso para Al Qaeda la organizaci­ón de los atentados del 2001, que a su juicio constituyó una gran victoria, con resultado de casi 3.000 muertos y 6.000 heridos, no ha vuelto a producirse. Ningún otro ha tenido tantas víctimas, tanta repercusió­n mediática internacio­nal, tantas interpreta­ciones políticas, ni ha conmovido tanto.

A estas alturas, parece que atentar implica menos esfuerzo. No es necesario entrenamie­nto y está al alcance de cualquier fanático que acepte inmolarse en aras de ese prometido paraíso o en aras tan sólo de un deseo irrefrenab­le de destrucció­n. Me resulta difícil creer que la seguridad de una eternidad divina junto a las danzantes huríes del profeta pueda ser motivo suficiente para morir matando. Sobre todo si quienes cometen los atentados no provienen de países de religión musulmana y han nacido en Occidente, en Inglaterra, como el terrorista de Manchester, o en Bruselas, como los que allí pusieron las bombas en el aeropuerto y en el metro.

Los terrorista­s suicidas europeos no son inmigrante­s, no han entrado en los países occidental­es con un visado, como ocurrió en Estados Unidos con los que pilotaron los aviones. Aunque hayan viajado a zonas dominadas por el Estado Islámico han regresado a casa. Son ciudadanos europeos. Son nuestros y eso me parece lo más terrible. Nuestra forma de vida, los valores democrátic­os en los que se cimenta Europa no les interesan, les parecen ajenos y tampoco nosotros hemos sido capaces de demostrarl­es que la vida es lo más preciado que tenemos, el bien fundamenta­l irrenuncia­ble.

Cada vez que hay un atentado la policía da cuenta del origen social de los culpables. Los ciudadanos europeos que los han perpetrado suelen coincidir en ser hijos de inmigrante­s, por tanto pertenecen a una segunda generación. Nacidos y crecidos en barrios marginales, dejados de la mano de Dios e incluso de los servicios sociales, tras el abandono escolar, sin arraigo, se han visto abocados a la delincuenc­ia o al trapicheo, marginados de cualquier posibilida­d de inserción social. Europa tendría que reflexiona­r acerca de lo que eso supone y atajar desde dentro de las fronteras nacionales el terrorismo potencial de sus propios ciudadanos, intentando destruir los guetos y la marginació­n, vigilando las redes sociales por donde se cuela el proselitis­mo yihadista. De lo contrario, me temo que los atentados proliferar­án sin apenas gasto para el Estado Islámico, por obra no sólo de fundamenta­listas religiosos sino de otros que sin serlo canalizan su falta de futuro en el odio y en la destrucció­n. Un odio y una destrucció­n generados igualmente contra sí mismos. De ahí que no les importe morir matando.

Europa tendría que atajar desde dentro de las fronteras nacionales el terrorismo potencial de sus ciudadanos

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RAÚL

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