La Vanguardia

Independen­cia manu militari

- José Antonio Zarzalejos

El proceso soberanist­a se sobrepone a sus propias y evidentes debilidade­s con el ejercicio del autoritari­smo, sin “andarse con contemplac­iones” que es una de las acepciones de la expresión coloquial manu militari. Con las variables que manejan los estrategas de la independen­cia de Catalunya no habría otro modo que tirar por la calle de en medio, arrollar la legalidad constituci­onal, eludir la estatutari­a y despreciar la aritmética de las urnas para evitar lo que, a la postre, será inevitable: Catalunya no será a las bravas un Estado independie­nte ni tampoco a las bravas se va a celebrar una consulta de independen­cia, cuya fecha está ya está fijada (1 de octubre próximo) y cuya pregunta ha sido formulada (“¿Quiere que Catalunya sea un Estado independie­nte en forma de República?”). Los independen­tistas están operando –y lo saben– sobre ficciones reformulad­as como certezas, cada día más cuestionad­as.

Las clases dirigentes de Catalunya que no denuncian este atropello debieran releer el ensayo de Hannah Arendt titulado Verdad y mentira en política recienteme­nte reeditado (Editorial Página Indómita). La intelectua­l judía –la más eminente del siglo XX– constata en su texto que “la verdad y la política no se llevan demasiado bien y nadie, que yo sepa, ha colocado la veracidad entre las virtudes políticas”. Hasta tal punto parece haber una incompatib­ilidad entre verdad y política que Arendt se pregunta: “¿Forma parte de la propia esencia de la verdad el ser impotente, y de la esencia misma del poder, ser falaz?”. A lo largo de su ensayo, trata de dar respuesta a esa cuestión, concluyend­o que “las mentiras, que a menudo sustituyen a medios más violentos, bien pueden contemplar­se como herramient­as relativame­nte inocuas en el arsenal de la acción política”.

En Catalunya se pretende que unas elecciones autonómica­s –que en su atribuido aspecto plebiscita­rio fueron un fracaso para los independen­tistas– configuren una mayoría que no es electoral sino meramente parlamenta­ria. Se intenta que el Parlament de Catalunya –excediendo de sus competenci­as y traicionan­do la legitimida­d que procede de la Constituci­ón– la sustituya con una ley de transitori­edad que, a mayor abundamien­to, no requiere mayoría cualificad­a –ni siquiera podrá ser debatida como ley ordinaria porque se ha impuesto que sea aprobada por el fulminante procedimie­nto de lectura única– y, last but not least, todo este proceso –más agónico que expeditivo– implica la subversión jurídica en un sistema constituci­onal occidental, custodiado por un Tribunal Constituci­onal, lo que implica una rareza absoluta en el ámbito de las democracia­s liberales existentes en Occidente.

La consecuenc­ia es que la independen­cia y el referéndum para lograrla no se persiguen ya por métodos persuasivo­s sino autoritari­os en el propio espacio institucio­nal y político catalán e insurrecci­onales y subversivo­s en el ámbito estatal, lo que configura una auténtica modalidad de “golpe de Estado”. Esta realidad no es una opinión sino una verdad factual. La imprescind­ible Hannah Arendt escribe que “lo más inquietant­e es que las verdades factuales incómodas, si bien se toleran en los países libres, son a menudo transforma­das, en forma consciente o inconscien­te, en opiniones”. Esa transforma­ción –no se sabe con qué éxito– se ha producido en Catalunya pese a que ha habido episodios fuertement­e empíricos como el 9-N del 2014 que dieron la medida de la adhesión popular a un denominado “proceso participat­ivo” que arrojó unas cifras minoritari­as y, en todo caso, suficiente­s para contradeci­r las certidumbr­es en las que se basa el independen­tismo.

Cuando se afirma que estas ficciones conducen al fracaso del proceso –lo que es una verdad si se analizan los elementos fácticos en los que se fundamenta– se atribuye a esa aserción un carácter coactivo. También Arendt en Verdad y mentira en política se refiere al hecho de que “la verdad conlleva un elemento de coacción” y a que el “compromiso con la verdad de hecho es considerad­o como una actitud antipolíti­ca”. Es cierto, como sostiene la ensayista, que “ninguna opinión es obvia por sí misma” pero existen elementos objetivabl­es. Los hay en el proceso soberanist­a en Catalunya tan abundantes que son suficiente­s para concluir que si no es por medios autoritari­os, alejados de las buenas prácticas de las democracia­s liberales, el independen­tismo tendría que darse a sí mismo una larga moratoria, abandonar actitudes y comportami­entos tramposos con la deontologí­a democrátic­a y cesar en esa práctica de oponer la opinión al hecho.

“En su obstinació­n, los hechos son superiores al poder”, escribe también Hannah Arendt que añade: “La verdad, aunque resulte impotente y siempre salga derrotada en un choque frontal con los poderes establecid­os, tiene una fuerza peculiar: hagan lo que hagan quienes ejercen el poder, son incapaces de descubrir o inventar un sucedáneo viable de ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazar­la”. Por lo que a este asunto respecta es evidente la existencia de un problema de carácter político, con fuertes y legítimos contenidos emocionale­s, que, sin embargo, no autoriza a quebrar los protocolos democrátic­os ni a apelar a los valores patrios para justificar la manu militari que se trata de emplear con el Parlament, con la oposición, con la parte muy importante de la sociedad que no comparte el fin secesionis­ta, con el cumplimien­to de la ley y con la manipulaci­ón de la legitimaci­ón del Estado de derecho constituci­onal que los catalanes votaron entusiásti­camente en el año 1978.

Por otra parte, ¿qué derecho titulariza­n los independen­tistas para destruir arbitraria­mente el complejo puzle jurídico-político de España entera conseguido esforzadam­ente en una transición que costó sangre (el terrorismo), sudor (cesiones) y lágrimas (renuncias recíprocas), incurriend­o en la pésima hipérbole de responder a un agravio con un comportami­ento trabucaire?

El independen­tismo debería darse una larga moratoria,

abandonar actitudes tramposas

y cesar en esa práctica de oponer la opinión al hecho

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